Infidelidad: la verdad
de la mentira
Las
estadísticas indican que el 50% de los varones y más del 30% de las
mujeres que están en pareja cometen adulterio; razones de esta
trasgresión milenaria de la que pocos se animan a hablar.
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Una vieja
receta de la magia gitana recomienda este pequeño ritual: los días
10 y 20 de cada mes, elegir una fragante manzana roja –que no
muestre ningún defecto en su piel–, darle un mordiscón y tragar el
trozo entero, sin masticarlo; luego, con una cinta blanca, atar una
foto de la persona amada a la manzana, envolver todo en papel blanco
y dejarlo al pie de un árbol frondoso. Se asegura que este hechizo
aleja la infidelidad.
Si la receta funcionara, sería un modo sencillo y accesible de
resolver un fenómeno que, de acuerdo con una comparación de
estadísticas de varios países occidentales, realizada por el doctor
Frank Pittman (referente de prestigio internacional en terapia
familiar), involucra a un 50 por ciento de los hombres y entre un 30
y un 40 por ciento de las mujeres que están en pareja. Sin embargo,
o el hechizo no funciona o casi nadie lo pone en práctica, y lo
cierto es que el sexto mandamiento bíblico, citado tanto en el
Antiguo Testamento como en el Sermón de la Montaña ("No cometerás
adulterio"), aparece como un verdadero "favorito" a la hora de las
transgresiones.
Pollera y pantalón
El adulterio ha sido definido como la acción que comete quien tiene
relaciones sexuales con alguien que no es su cónyuge. El infiel, de
acuerdo con las definiciones estrictas, es quien falta a sus
compromisos ("especialmente matrimoniales", enfatiza el
diccionario). Surge una primera pregunta: ¿la infidelidad es,
entonces, una cuestión específicamente sexual?
La respuesta parece estar condicionada por el género. De acuerdo con
un trabajo reciente, realizado por Martina Casullo y Mercedes
Fernández Liporace, investigadoras de la Facultad de Psicología de
la Universidad de Buenos Aires, a un 82% de las mujeres encuestadas
lo que más les dolería de una infidelidad es que su pareja se
enamorara de la otra persona, cosa que sólo mortifica al 52% de los
varones. A un 44% de éstos, en cambio, los ultraja la sola idea de
un encuentro sexual, así sea ocasional, de su pareja con otro
hombre. Apenas un 18% de las mujeres se desvela por el mismo motivo.
Estas cifras coinciden con las actitudes que manifiestan unos y
otros ante la infidelidad. En cuanto se exploran a fondo los
pensamientos y el mundo emocional masculino, se encuentran numerosos
testimonios de hombres que son o han sido infieles a sus mujeres,
pero no consideran que se trate de una traición. Una confesión tipo
diría: "La amo, la respeto, le tengo un enorme agradecimiento; es la
madre de mis hijos y eso no lo olvido jamás. Lo otro es una cosa
pasajera, sin importancia, un impulso, una canita tirada al aire,
pero lo cierto es que ella es mi mujer". ¿Es una actitud cínica?
¿Hay hipocresía en esas palabras? En muchos casos, sí. En otros
quizá se trate de una creencia sincera, alimentada por mandatos
culturales ancestrales y, todavía hoy, muy vigentes. El estereotipo
de varón productor, proveedor, tomador de iniciativas, ejecutor,
decisivo, competidor, exige, para ejecutarse, una disociación entre
la emoción y la razón, entre los sentimientos y las acciones. Unos
van por un camino, las otras por otro. Lo dramático es que raramente
se tocan. Este es, aún, el gran tema que se debe resolver en la
identidad masculina, más allá de algunas variantes superficiales,
efímeras y publicitarias, como la "metrosexualidad" o la "vitalsexualidad".
Según el modelo cultural clásico, un varón puede llegar a creer, de
veras, que una infidelidad no traiciona ningún compromiso emocional.
Esto está abonado por una suerte de consigna cultural según la cual
parecería que la infidelidad de un varón lo califica (hace lo que
"todo hombre debe hacer"), mientras que la de una mujer la
descalifica (hace lo que ninguna mujer debería, si aspira a ser
respetada). Varios investigadores entre ellos, Janis Spring, de la
Universidad de Yale adjudican esta creencia ancestral al hecho de
que, hasta que se formalizaron las pruebas de ADN, una mujer siempre
supo que su hijo era propio, certeza que los varones jamás tuvieron.
Esto autorizó la infidelidad masculina (cuanto más esparciera un
hombre sus genes, más probabilidades tendría de contar con
descendencia) y prohibió la femenina (para dar seguridades era
necesario que una mujer perteneciera a un único hombre). Una resultó
siempre más pública (un hombre es infiel hasta que demuestre lo
contrario); la otra, más oculta (una mujer es siempre fiel hasta que
se pruebe lo contrario). Aunque, como reflexionó Adolfo Bioy
Casares: "Un hombre es siempre infiel con la mujer de otro, ¿o no?"
Pregúntale a ella
Por otra parte, es aconsejable rever un episodio (titulado "El fin
de la inocencia") de la serie televisiva Dharma y Greg, brillante y
constante ejercicio de observación sobre la relación hombre-mujer en
la vida actual, que afortunadamente se sigue exhibiendo en canales
de cable. En ese capítulo, que luego derivó a otros Dharma,
profundamente enamorada de su esposo, Greg, conoce accidentalmente a
un profesor de historia apuesto, seductor e irresponsable, con el
que mantiene un coqueteo para ella inocente, aunque no así para el
profesor, que va por más. Cuando Greg lo descubre entra en una
crisis profunda, siente que ya no puede confiar en ella. Dharma,
dolida por esa desconfianza, más enamorada que nunca, intenta
demostrar que "nada ha pasado" (porque, de verdad y técnicamente,
nada ocurrió). Pero para Greg pasó todo. Dharma está segura de sus
sentimientos y los demuestra. Mientras ame a Greg no tendrá sexo con
otro hombre. Para Greg, si hay otro es porque hubo sexo. Una
síntesis incisiva y lúcida de las actitudes masculina y femenina
ante la infidelidad real o presunta.
El doctor Pittman propone a los hombres que lo consultan una pequeña
prueba. "Cuando me preguntan si lo suyo ha sido o no un acto de
infidelidad, les sugiero que se lo pregunten a su mujer." Cabe otra
prueba, la que el terapeuta y escritor Irving Yalom (autor de El día
que Nietzsche lloró) llama "sentarse en el asiento del otro". ¿Qué
respondería el que consulta si fuera su cónyuge quien, tras contarle
una infidelidad, le hace la pregunta a él?
El hecho de que las cifras de infidelidad admitida (la única
cuantificable) sean altas suele ser usado por muchos adúlteros en
defensa propia. Esto demuestra que es un acto natural, que todos lo
hacen. Les faltaría decir, nada más, que la verdadera causa de la
infidelidad es el matrimonio (o la pareja). El filósofo y matemático
Bertrand Russell tendría una respuesta a esta hipótesis: "Creo que
cuando uno se casa es porque tiene la esperanza de un amor duradero
y porque tiene la intención de hacer todo lo posible para que lo
sea. Yo no defiendo el adulterio. Creo que las dificultades
comienzan cuando el matrimonio es infeliz".
Estas palabras permiten mirar la infidelidad como algo con raíces
más profundas que la simple irrupción de un tercero, un arrebato
sexual, un acto de revancha, una debilidad de carácter (alguien que
no supo decir no) o una acción destinada supuestamente a revitalizar
la pareja. Cualquiera de estos argumentos, o todos, podrían sumarse
a la lista de mitos sobre la infidelidad que confeccionaron Pittman
por un lado y la doctora Bonnie Eaker Weil, autora de Adulterio: el
engaño perdonable y miembro del Centro de Aprendizaje Familiar, de
Nueva York (ver recuadro). Si se repasa la lista con detenimiento se
verá que, salvo los puntos 4, 6 y 8, los restantes corresponden a
los argumentos que suelen usar los infieles cuando escapan a las
consecuencias de sus actos. Como en otros aspectos de la vida,
cuando alguien no actúa responsablemente (es decir, respondiendo a
lo que su accionar provocó), buscará un culpable o una regla general
donde ampararse.
Más allá de eso es interesante detenerse en el sexto mito. ¿De veras
se evitan las crisis al mirar hacia otro lado? ¿O sólo se las
posterga, como revela con toda claridad un tramo de la clásica
película de Ingmar Bergman Escenas de la vida conyugal, cuyo
subtítulo es Barriendo bajo la alfombra? Los motivos del
silenciamiento pueden ser el temor al conflicto, la dependencia del
engañado respecto del infiel y, por lo tanto, su temor a no saber
vivir sin él, o una actitud especulativa según la cual los costos de
no ver son menores que los beneficios de la convivencia.
En todos los casos se verá afectada la autoestima del engañado, que
debe subvaluarse, consciente o inconscientemente, para seguir
adelante. "Ignorar la infidelidad les permite a algunas personas
evitar el reconocimiento de un problema en la pareja", dice el
doctor Pittman en su estudio La infidelidad y la traición a la
intimidad. Y añade: "El poder de cualquier affaire está en la
clandestinidad y la debilidad de cualquier pareja reside en la
evitación de ciertos temas".
La cuestión es que así como el engañado suele titubear en denunciar
o no lo que sabe, algunas personas infieles suelen debatirse en la
cara opuesta: contar o no contar su acción. Entre las razones más
comunes para callar se suelen mencionar la culpa, el temor a la
reacción del otro, la intención de no dañar al engañado, el temor a
que contar signifique no poder volver a tener una aventura, la
vergüenza (sobre todo en casos de infidelidades ocasionales), el
considerar que se trata de un asunto íntimo y personal que muere
ahí. Entre los terapeutas familiares y de pareja no hay una posición
única al respecto. Hay quienes creen que contar es la única manera
de afrontar de lleno la crisis personal y de la pareja; otros
sostienen que, si la infidelidad no pone en cuestión el amor, hay
que trabajar para reparar, para actualizar el vínculo, pero no es
imprescindible contar porque esto podría poner un eje falso en la
discusión.
Sí hay acuerdo en que quien decide contar debe estar, también,
decidido a afrontar el tema de la crisis en la pareja y trabajar en
ella, a aceptar un período de transición en el que, quizá, lo que
menos recibirá serán elogios o muestras de cariño. Asimismo, se
aconseja no confesar en medio de una discusión, no hacerlo como
venganza, no buscar culpables, estar dispuesto a aceptar preguntas y
a que el tema lleve más, mucho más, de una conversación. A partir de
esto hay interrogantes que se abren ante el engañado: ¿está
dispuesto a perdonar o lo anima ahora la revancha?; ¿puede escuchar
sin juzgar?; ¿puede aceptar la verdad de lo que escucha? Y,
finalmente, preguntas esenciales para ambos: ¿hay razones para
continuar juntos?; ¿vale la pena trabajar por esas razones?; ¿están
dispuestos a comprometerse en ese trabajo?; ¿el infiel está
dispuesto a escuchar críticas y a dejar su aventura?; ¿el engañado
está dispuesto a confiar y, también, a escuchar críticas?
En este punto, se abre la gran cuestión: ¿toda infidelidad conduce a
una separación? Como los grandes temas de los vínculos humanos,
tampoco éste tiene una respuesta única. El especialista en ética
Kerby Anderson cita una encuesta según la cual, en los países
occidentales, un 35% de las parejas sobrevive a un adulterio,
mientras que el 65% se separa. Sin embargo, señala, de los que
deciden continuar y trabajar para ello, el 98% lo consigue.
Cosa de dos
Quizás el primer paso para procurar la continuidad sea admitir que
no se necesitan tres personas para un adulterio. Basta con dos. Y no
necesariamente del infiel y de su amante, sino de los componentes
originales de la pareja. Aunque el tercero suele llevarse el rol de
villano de la obra, en cuanto se explora la historia de la pareja,
su actualidad, su actitud ante las crisis, es frecuente advertir que
el tercero (más allá de su individualidad) podría ser cualquiera que
respondiera a ciertos requisitos mínimos, entre ellos, el de estar
en el momento y lugar oportunos. Esto significa que algo del
proyecto común de la pareja ha dejado de funcionar, que la intimidad
ofrecía grietas, que había excesivas carencias en la comunicación.
Cuando dos personas renuevan la energía amorosa a través de
proyectos comunes, de la vivencia efectiva de sus valores, del
registro del otro, de la atención de las mutuas necesidades y
expectativas, cuando actúan como un equipo y encuentran el modo de
mantener su vínculo actualizado y reencantado, los terceros
difícilmente hallan espacios para irrumpir en esa intimidad, aunque
lo intenten. Hay un sistema inmunológico de la pareja que se
fortalece en la confianza y en el ejercicio cotidiano del amor.
Como dice Bertrand Russell, nadie elige su pareja para separarse ni
para ser infiel. La infidelidad ocurre, pero no se debe a la
fatalidad, al destino o a los arrebatos tan caros a la mitología
occidental del amor pasional. Sus razones anidan en el corazón del
vínculo. Cuando la relación cuenta con fondos afectivos para encarar
la tarea de la transformación que sigue a la tormenta, habrá vida
amorosa después del adulterio. De lo contrario, lo que ocurrió tal
vez se debió a que ya no la había antes. Porque, en definitiva, ser
infiel es algo más que tener relaciones sexuales con un tercero. En
todo caso, es un acto de deslealtad a un proyecto común, a un
espacio de intimidad, a una empresa afectiva en la que, se supone,
dos personas han invertido su capital más preciado: el emocional,
espiritual y sentimental. Nadie puede ser obligado a amar. Pero
lealtad y responsabilidad son valores que merecen honrarse. Cuando
no hay energía amorosa para continuar en un vínculo, afrontarlo es
un acto de lealtad. Y de responsabilidad.
VIAGRA PROVOCA BOOM DE DIVORCIOS
Como lograr que tu pareja no te
sea infiel
Médicos, azafatas,
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infidelidad?
Fuente:
http://www.lanacion.com.ar/
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