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Los enemigos de la “comida chatarra” tienen cada vez más restaurantes en Buenos Aires

En todo el mundo, los movimientos contra la comida chatarra están creciendo con la misma velocidad con la que los chicos de la gorrita sirven las hamburguesas en cualquier fast food del globo. En nuestro país, la ola “anti comida chatarra” está representada, entre otras agrupaciones, por Slow Food (www.slowfood.com), Movimiento Argentino para la Producción Orgánica (www.mapo.org.ar) y Sabores de la Argentina. Todas tienen en común la defensa de la buena alimentación y/o las costumbres locales, y su pregón ha sido escuchado: ya tienen miles de seguidores en nuestro país.

“La tendencia se basa en los derechos de los consumidores a ingerir alimentos de calidad y en la necesidad de la supervivencia de productos tradicionales y artesanales, que preserven la identidad cultural y la biodiversidad”, explicó Hugo Cetrángolo, profesor de la Universidad de Buenos Aires (UBA), especializado en agronegocios. Sin embargo, para Cetrángolo, existe una diferencia entre la Argentina y el Primer Mundo: “La necesidad de luchar por una alimentación de calidad esta más arraigado en países desarrollados, especialmente en los mediterráneos, que en los países periféricos”.

Uno de los representantes de la movida, la organización no gubernamental (ONG) Slow Food, que tiene más de 100 mil seguidores en el mundo, desembarcó en la Argentina hace poco más de un año y ya cosechó más de 4 mil adeptos. La propuesta del movimiento, inscripto por naturaleza entre los grupos “antiglob”, es generar una nueva cultura del placer gastronómico. “Slow Food nació como resistencia a la instalación del primer McDonald's en la Piaza Spagna, en Roma, Italia, en diciembre de 1989”, explica Diego Lazaro, responsable de comunicación de la oficina Buenos Aires Norte, una de las 700 sedes de la ONG en el mundo.

Desde entonces, según Lazaro, Slow Food “apostó a la biodiversidad y a la limitación de la comida industrial y rápida, que estandariza las técnicas de producción y la oferta de productos, homogeneizando los sabores y los gustos”. Una vez por semana organizan cenas para probar platos autóctonos, muchas veces, poco habituales: queso de cabra tibio en hojaldre con verdes tiernos, lomo de llama con canasta de mote a la crema de curry... Por 30 pesos los comensales pueden disfrutar de una cena, vino y show incluidos, aunque el precio puede trepar al doble si, por ejemplo, la carta incluye conejo confitado como plato principal.

Los “clientes” de este tipo de movimientos son, en su mayoría, profesionales mayores de 30 años. Las comidas “slow” pueden durar entre 2 y 4 horas. Mesón Navarro, El Club del Vino, Gato Negro, Arguibel, Verace y La Paila son algunos de los lugares que se sumaron a la propuesta. El esquema es simple: se alían por un día con Slow Food y se llevan el 70 por ciento de las ganancias. La carta varía semana a semana. En el Gato Negro, por ejemplo, se armó un curso y una cena temática sobre especias. “Hicimos un paneo sobre cómo identificarlas y usarlas. Y la gente tomó contacto con aromas y texturas que desconocía”, explicó Jorge Crespo, dueño del lugar.

El MAPO, otra ONG anti comida chatarra, nació en 1995 y representa a más de 1700 productores agropecuarios de todo el país. “Los fast food ofrecen alimentos potenciados con saborizantes artificiales, colorantes, gelificantes, espesantes y conservantes. Pretenden ser genuinos pero sólo confunden al consumidor”, asegura Rodolfo Tarraubella, presidente de la organización. “Sus pollos son criados en verdaderos campos de tortura donde no duermen y permanecen encerrados en una jaulita comiendo comida artificial con antibióticos. Esto produce animales enfermos nerviosos que sólo logran sobrevivir hasta la faena sin son permanentemente inyectados”, agrega.

Otro caso es el de Sabores de la Argentina, que en sólo un año registró un crecimiento de cerca del 300 por ciento en la comercialización de alimentos locales, como la carne de ñandú, de llama jujeña, de guanaco, de yacaré santafesino y de carpincho. Sabores... trabaja con hoteles cinco estrellas y con reconocidos restaurantes. Marcelo Epstein, uno de los responsables del proyecto, explicó una de las claves su trabajo con productores y productos. “Con el ñandú, por ejemplo, elaboramos una cadena de aprovechamiento que no sólo incluye a la carne, sino también las vísceras, para hacer paté, y el cuero del animal”. La estrategia es sencilla, pero baja costos, mejora el negocio y potencia la llegada de los productos.

Si bien los distintos grupos que se han volcado al negocio de la “buena comida” crecen de modo acelerado en todo el mundo, su disputa con las grandes cadenas de fast food está planteada como una lucha entre David y Goliat. “Es imposible competir contra productos globalizados con publicidad masiva que facturan billones de dólares al año”, reconoce el profesor Cetrángolo. Desmitificando el desigual enfrentamiento, una de las socias y asesora de Slow Food, Viviana Blanco, dice que no tiene nada contra las hamburguesas: “A mí me gustan, pero existiendo comidas tan ricas como un buen bife o una mermelada casera, son pocas las oportunidades en las que elijo comer en un fast food”.

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