El tractor es prácticamente indispensable para la realización de las tareas cotidianas en el campo. Es difícil concebir una finca, plantación, etc. en la que no haya un tractor para labrar la tierra, transportar cargas o simplemente recorrer los terrenos agrestes. Actualmente pareciera que siempre han existido y no podemos imaginar lo difícil, agotador y poco productivo que pudo haber sido antes realizar las mismas tareas a tracción a sangre, es decir, con animales.
Para indagar sobre los orígenes de esta máquina, habría que remontarse hasta su nombre: tractor, del latín tractus que significa arrastrar. Esto explica que su función, desde el momento en que fue creado, era hacer tracción, disponiendo de gran potencia y robustez.
En el siglo XIX, junto con la revolución industrial, surgieron las máquinas a vapor. Utilizando los principios mecánicos de este sistema de propulsión, se crearon máquinas para el campo que funcionaban con pistones bastante rústicos que no soportaban demasiada presión y que transmitían la energía mediante correas de distribución de cuero a un eje del carro. Se los llamó «locomóviles» por la similitud entre estos con las locomotoras. Las primeras máquinas no tenían mucha movilidad debido a su excesivo peso y la ineficiencia en la distribución de la energía. Alrededor de mediados de siglo, John Fowler creó un modelo mejorado, que utilizaba un motor portátil similar pero potenciado por cables y poleas para arrastrar máquinas agrícolas.
El locotractor, que se podría definir como el precedente directo de los modernos, fue creado en 1959 por el ingeniero inglés T. Aveling quien logró sustituir completamente la tracción por caballos de tiro y hacer un motor autopropulsado agregando una cadena de transmisión entre el cigüeñal y el eje trasero. Desde el principio, los tractores tenían su característica relación de tamaño entre las ruedas, de las cuales las traseras tienen siempre un mayor diámetro y grosor que las delanteras. Esto se diseñó así para darle más estabilidad y maximizar la superficie de agarre sin generar demasiada resistencia, es decir, la potencia de empuje se distribuye a las cuatro ruedas, pero las que realizan la mayor parte del trabajo son las traseras, mientras que las delanteras dan la dirección y el apoyo.
El motor de combustión interna se patentó en Francia en el año 1862, pero fue recién a fines de siglo que se pudo fabricar en serie y usarse para propulsar vehículos. El primer tractor como lo conocemos hoy en día, con un motor que usaba petróleo como combustible, fue producido por la compañía británica Richard Hornsby and Sons, y fue un gran éxito de ventas. Pero, aunque era muy útil y facilitaba en gran manera las tareas más pesadas, su costo era bastante elevado y muchos campesinos de costumbres más tradicionales se rehusaban a invertir en una máquina tan costosa con el riesgo de que no funcionara correctamente.
Se probó con muchas modificaciones y mejoras: se redujo el peso; se recubrieron las antiguas ruedas de acero macizo con neumáticos —lo que las hizo más livianas, redujo la resistencia contra el suelo y mejoró la adherencia— y se modificó la capacidad de los cilindros, lo que aumentó los caballos de fuerza. Finalmente, la empresa estadounidense John Deere perfeccionó definitivamente esta máquina y redujo sustancialmente su costo implementando la fabricación en serie, con lo que logró que su característico color verde sea sinónimo de calidad y confianza. Luego, los tractores se hicieron cada vez más grandes, incorporaron motores más potentes, direcciones hidráulicas y una distribución de la energía más eficaz. Una vez que la tracción estuvo considerada como una característica esencial de la maquinaria agrícola, se crearon máquinas más complejas que realizaban otras tareas simultáneamente, tales como las sembradoras, cosechadoras, mixer, etc. Pero todo esto no hubiera sido posible sin ese primer vehículo precursor que abrió el horizonte de posibilidades para que la ingeniería cree herramientas cada vez más sofisticadas.