Los secretos detrás de la escuela sustentable de Mar Chiquita
Flores, unos flamencos de madera y una serie de dibujos infantiles son los encargados de darnos la bienvenida. Adornan un cartel verde, a la vera de la avenida San Martín, la arteria principal de Mar Chiquita, que grita a los cuatro vientos un orgullo y una realidad: «Escuela Municipal N°12, la primera escuela sustentable de la Argentina”.
A sólo unos pasos de allí, la singularidad de este edificio “vivo”, que fue posible gracias a la ONG uruguaya Tagma y al apoyo principal de Unilever a través de su marca Ala, comienza a hacerse latente. Botellas de vidrio y de plástico, latas de aluminio, neumáticos, cartones, todos objetos reconocibles y muy familiares sirven de estructura a los casi 300 m2 de esta increíble “Eartship”, o Nave Tierra, tal cual la bautizó el creador de su método de construcción, el arquitecto norteamericano Michael Reynolds (una especie de “rockstar de la bio-arquitectura”, como le suelen decir). Su objetivo: construir casas y edificios que se puedan autoabastecer por completo, sin necesidad de estar conectadas a redes de electricidad, gas ni agua y que a su vez puedan producir sus alimentos y reutilizar sus desechos.
Su fórmula, claro, no sólo se basa en materiales inorgánicos sino más bien todo lo contrario, ya que apenas uno traspasa la puerta de esta hermosa y flamante escuela otra de sus principales virtudes emerge: un nutrido invernadero y huerta orgánica, poblado con albahaca, tomates, jengibre, mandarinas, lechugas y otras tantas especies comestibles más. En unos meses, también albergará frutas tropicales como papaya, mango y banana porque aunque suene surrealista el lugar es capaz de producir, sin ningún dispositivo eléctrico, un clima del trópico. ¿Cómo? Con la “sola” luz solar, debidamente orientada (para ello sus tragaluces, siempre en dirección norte) y almacenada gracias a un imponente terraplén de tierra. Ese sistema, llamado de “sol pasivo”, es uno de los seis principios fundantes del método de construcción creado por Reynolds para sus Earthsip. La lista completa, que acá fue respetada a rajatabla y supervisada por el propio arquitecto norteamericano y su equipo, es la siguiente:
1) Utilización, en un 50%, de materiales reciclados en su construcción. Para esta escuela se usaron, ni más ni menos, que unas 30 toneladas de basura.
2) Recolección de agua de lluvia (a través de su techo, canaletas y tanques cisterna) que se mineraliza (con piedras) y potabiliza (con filtros).
3) Reutilización de sus aguas, ya sean blancas (potable) como grises y negras.
4) Producción de alimentos orgánicos (la escuela tiene dos huertas, una al interior y otra al exterior).
5) Utilización de un sistema solar pasivo para mantener la temperatura entre 18 y 25ºC todo el año.
6) Utilización de energías renovables, en este caso a través de 18 paneles solares fotovoltáicos (de 270W cada uno).
Para los uruguayos de Tagma (que quiere decir “articulación”, lo que para ellos es su misión máxima), convertir la escuela sustentable en una realidad le agrega a esa lista un principio más: el factor humano. “La apertura de la comunidad al proyecto y el hecho de transformar la sustentabilidad en una herramienta pedagógica tangible y verificable por cada uno de los alumnos, maestras y padres es algo esencial”, comenta Matías Rivero, uno de los supervisores de la ONG. Desde Ala, main sponsor del proyecto (en asociación con Disney y Directv), también coinciden en lo fundamental de ese aspecto: “Es donde más nos vimos vinculados al proyecto. Esa sustentabilidad humana, traducida en el apoyo real de gente de todo el mundo y también de la propia comunidad de Mar Chiquita es uno de los factores que más nos atrajo”, comenta Pilar Membrives, asistente de Marketing de la firma. “Nuestra marca busca acompañar el desarrollo de los chicos a través de las las experiencias reales. La Escuela es un proyecto integral, en el que participaron y participan padres y alumnos por igual. Y esa es un poco la idea de nuestra marca, aprender a través de la experiencia, ‘manchándose’, involucrándose a pleno”, sentencia. Nicolás Zumino, Brand Manager de la marca, agrega: “Además de generar un impacto social positivo, la iniciativa promueve que los chicos se responsabilicen por el cuidado del medioambiente, logrando un aprendizaje fundamental para su desarrollo y su futuro”. Para Ala el proyecto sintoniza perfecto con Aprendiendo al Aire Libre, un movimiento global con el proponen hacer del aprendizaje y del juego al aire libre una inspiración. La iniciativa ya alcanzó a más de 30.000 chicos de 300 escuelas argentinas en los últimos meses.
En Mar Chiquita, este singular pueblo costero en el que conviven unos 400 habitantes, el involucramiento con la escuela es palpable a cada paso. Lo es en el propio edificio, donde se pueden rastrear marcas comunitarias en cada uno de sus espacios, como en los tres murales de sus aulas, realizados con diversas técnicas por cinco artistas locales (todas mujeres) que decidieron reflejar las tres instancias de la famosa albufera (laguna salubre) y reserva natural de Mar Chiquita: la laguna, el archipiélago y el mar. Los murales están custodiados, mejor dicho “habitados”, por una bandada de gaviotas de madera que se mueve y traslada de uno a otro lado con total libertad.
«Para nosotros siempre fue fundamental explicar por qué elegimos Mar Chiquita”, comenta Matías y en seguida se embarca en un apasionante relato en donde se mezclan lo social, lo ambiental y, claro, lo personal. Todo comenzó en Uruguay, una noche en el que su grupo de amigos se juntó a ver el documental Guerrero de la basura y conocieron así la historia y método constructivo de Michael Reynolds. “¿Y si llevamos ese modelo a una escuela pública?”, se preguntaron varios de ellos y hacia ese meta se dirigieron, fundando primero la ONG Tagma con la que pusieron manos a la obra a la primera escuela, erigida en el departamento de balneario uruguayo de Jaureguiberry, Canelones, a unos 80 kilómetros de Montevideo. Allí fue que consiguieron la alianza inicial con Nevex (así se llama la marca Ala en Uruguay), encargada de proveer la mayor financiación al proyecto. «Apenas la inauguramos decidimos que teníamos que seguir con el efecto contagio”, recuerda Matías.
¿Y por qué Mar Chiquita? «Porque queríamos que sea en Argentina y porque buscamos y buscamos hasta que encontramos un sitio donde el impacto sería contundente e integral. Y acá lo es. Porque no sólo acerca la escuela a sus habitantes (actualmente la Escuela n°12 está a varios kilómetros de distancia, cruzando la ruta 11) sino porque ofrece soluciones para las napas locales contaminadas con arsénico (utilizando agua de lluvia potabilizada y ofreciendo un tratamiento adecuado a sus propios desechos) y porque representa además una alternativa real a los constantes cortes luz de la zona (su autonomía energética ahora es total y el día de mañana hasta podrá volcar a la red un excedente)”, explica.
Después de esta escuela, que se erigió en un terreno cedido por el Municipio y que finalmente abrirá sus puertas en unas semanas, le seguirán aventuras similares en Bolivia y Chile. La idea, afirman desde la ONG y desde su iniciativa Una Escuela Sustentable, es construir al menos una en cada uno de los países de Latinoamérica.
En todos los casos, la construcción se hace a una velocidad récord: apenas un mes. ¿Cómo? A través de la academia teórico-práctica que Reynolds monta para cada uno de sus proyectos y a la que asisten más de 100 alumnos de todas partes del mundo, interesados en su método de construcción. Esa academia es tanto su fuente de financiación como el reaseguro de que la obra se hará según sus parámetros.
Durante todo marzo, Mar Chiquita se transformó así una verdadera cumbre cosmopolita, con constructores provenientes de Francia, Canadá, Australia, Estados Unidos, Italia, España, Sudáfrica, entre más de 20 diferentes países.“Por esas cosas de la vida, se engancharon a full con mi local así que todas las noches, después de aprender y trabajar en la obra, se juntaban a comer acá. Era una mezcla de idiomas increíble, y también de guitarreadas y juegos, todo muy espontáneo y divertido”, recuerda hoy María Belén Rocco, dueña de una adorable y pequeña posta gastronómica frente a la laguna cuyo nombre lo dice todo: “El paradorcito”. La joven, que es mamá de Benjamín, de ocho años (uno de los futuros alumnos de la escuela), no puede más que rememorar con alegría esa etapa en la que el propio Reynolds se apropió de su restaurante bautizándolo como “su oficina”. “Por pedido de él, aprendí a hacer su trago favorito: margaritas al estilo Mike”, cuenta entre risas. Mientras prepara el menú del día, confiesa que está muy entusiasmada por lo que vendrá. “Queremos que la mudanza de la escuela se haga lo antes posible. Estamos todos muy ansiosos, ni te digo mi hijo… Como mamá, me gustó muchísimo ser testigo de todo el proceso de construcción de la escuela pero sobre todo me encanta saber que todo el proyecto le dejará unos valores muy especiales a Benjamín. La ecología, la sustentabilidad, son todas nociones que ahí se podrán ver en el día a día. Y no a través de una materia, sino de su propia experiencia”, remata.
Los números, dicen, suelen hablar por sí solos y acá hay para todos los gustos, pero ninguno de ellos -ni los 6000 neumáticos o las 14.000 latas que sustentan la construcción- sirven para reflejar el impacto de esta escuela, no sólo en sus más de 60 alumnos sino en toda una comunidad para la cual las palabras entorno, medio ambiente, redes humanas y sustentabilidad se han resignificado para siempre.