Así fue el ritual satánico para descuartizar a un chico de 11 años
Mario Agustín Salto, de apenas once años de edad, había desaparecido el 31 de mayo del 2016 en su pueblo, Quimilí, en Santiago del Estero, de poco más de 15 mil personas y a poco más de 200 kilómetros de la capital provincial. Lo habían visto por última vez mientras pescaba en la zona conocida como «La Represa», una suerte de laguna, mientras pescaba con su caña. «Marito» fue encontrado dos días después por un baqueano en un pastizal, exactamente en el otro lado del pueblo, su cabeza envuelta en una bolsa blanca, su torso y miembros en una bolsa negra: el baqueano, cuya casa quedaba a doscientos metros de dónde estaba el cadáver, vio cómo su perro arrastraba una pierna humana entre los dientes. La única cámara-domo en todo Quimilí había tomado horas antes a una moto con dos tripulantes que cargaban dos bultos, sin embargo, los intentos de mejorar la imagen fracasaron. Solo las piernas habían sido separadas del cuerpo; los brazos seguían adheridos al torso. El corte de decapitación, notaron los forenses en su análisis, fue hecho «a la altura de la articulación de la tercera con la cuarta vértebra», «preciso», «con sección de los componentes neurovasculares.» Pero lo cierto es que «Marito» no murió decapitado: antes fue estrangulado hasta su último aliento, «una asfixia mecánica por estrangulamiento con un elemento tipo alambre o cable de acero», apuntaron los forenses. Fue vejado por el recto antes de morir, en un lapso no mayor a 12 horas antes de su deceso, de acuerdo a múltiples desgarros detectados en la autopsia «con un objeto romo semirrígido, animado de fuerza y movimiento». Muestras tomadas en las uñas y la zona anal correspondieron a un perfil de ADN distinto al del niño, que en pruebas posteriores probó ser parcial, insuficiente para identificar a un posible sospechoso. Así, los forenses sellaron su informe con sus sellos de goma del Poder Judicial provincial y lo enviaron. La muerte de «Marito», hijo de Mario Salto padre, peón rural, se convertía en el crimen más brutal de la década, un infanticidio grotesco, sin presunto móvil ni explicación. Había dos detenidos locales de vuelta en Quimilí, ambos hermanos, de apellido Ocaranza, con escasas pruebas en su contra, señalados por apenas algunos testimonios. El caso tuvo una marcha caótica, incierta, bajo tres jueces de instrucción. El primero en la lista, Miguel Ángel Moreno, fue recusado por los defensores de los Ocaranza, hoy libres: Moreno tuvo que dejar el expediente La autopsia original, por su parte, fue cuestionada por investigadores del caso y por el padre de «Marito» mismo: el cuerpo del menor fue enviado este año a la Morgue Judicial de la calle Viamonte en Capital Federal para nuevas pericias, con el Juzgado de Transición Nº1 a cargo de la doctora Rosa Falco como nuevo titular del expediente junto a la fiscal Olga Gay de Castellano. La jueza Falco dio intervención a la división Homicidios de la Policía Federal, bajo la Superintendencia de Delitos Violentos. El domingo pasado, la investigación por la muerte de «Marito», a casi 18 meses del hecho y luego de 13 cuerpos con más de 2600 fojas con 50 perfiles genéticos analizados, avanzó otra vez. La división Homicidios llegó a una casa sobre la calle Mitre, en las afueras de Quimilí. El cura local estaba nervioso frente a la casa, bendecía a los policías entre vecinos que repartían rosarios. Un grupo de perros rastreadores provenientes de San Luis, Entre Ríos y de la Brigada Nacional Canina K-9 de Bomberos Voluntarios, asentada en Punta Alta, había apuntado a la casa de Miguel Ángel Jiménez, un productor agropecuario local de 58 años, dedicado al negocio del algodón. Jiménez -cuyo ADN estuvo entre los 50 analizados a lo largo del caso- era una suerte de benefactor para Quimilí, le había ofrecido apoyo a la familia Salto, de vez en cuando daba para caridad, pero los vecinos del pueblo no le tenían demasiado aprecio; le dedicaban insultos mientras lo allanaban, detrás del cordón policial. El odio de pueblo iba a la