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sábado, noviembre 2, 2024
Barreda: "A mi hija menor no la quise matar"

Barreda: «A mi hija menor no la quise matar»

Todo aquel que mata descubre, horrorizado, que no solo mata a su víctima. También se mata a sí mismo. Nadie que haya matado ha vuelto a ser el mismo. Algunos matadores hasta parecen cambiar de cara: sus rasgos se vuelven rígidos, como una máscara funesta. Ver las fotos de un asesino antes y después de su crimen es como si se vieran las imágenes de dos personas distintas. El asesinato se adueña de la expresión de quien lo comete. Es un signo imborrable. No hay manera de evitar esa cicatriz.

Todos los asesinos llevan su crimen en la cara.

La cara de Ricardo Barreda es la cara de sus cuatro femicidios. El 15 de noviembre de 1992 mató a escopetazos a su esposa, a su suegra y a sus dos hijas en La Plata. El ex odontólogo pasa los peores días de su vida. Solo, postrado en un hospital y sin esperanzas de recuperarse.

«A Adriana no la quise matar»

En ese vacío que vive a los 81 años, el cuádruple femicida se refugió en el cuidado y la compañía de los enfermeros del Hospital Magdalena V De Martínez De Pacheco. A uno de ellos le contó un secreto que guardó durante más de 25 años.

–¿Sabe qué? Dicen que no me arrepiento de lo que hice. Eso es mentira. No hay día que no sienta culpa. Lo peor es que a Adriana, mi hija menor, no la quise matar. Estaba como loco, giré, disparé y después me di cuenta que era ella.

Eso le dijo a uno de los enfermeros que lo cuida en el turno noche, según pudo saber BigBang.

El enfermero amigo de Barreda le preguntó por Cecilia, su hija mayor.

–Ella me odiaba y me quería ver muerto. Mi esposa y mi suegra le habían llenado la cabeza. A la última que maté fue a mi suegra. Pero los crápulas de mis abogados me hicieron decir que la última en morir había sido mi hija menor, así yo heredaba la casa.  

Barreda sigue internado por una afección en la próstata. «Nos encariñamos con él porque estaba solo. Estuvo muy mal, pensamos que no iba a recuperarse», relata una enfermera. El 16 de junio de 2016, los vecinos le festejaron sus 80 años.

«Nadie se acuerda de mí, cumplo una condena eterna»,
le dijo a uno de los enfermeros.

«Este secreto lo llevé mucho tiempo», dijo.

LOS SECRETOS DEL FEMICIDA MÁS FAMOSO

Barreda siempre dijo que sintió que el que mataba era otro.
Jura que hasta hoy siente que sus cuatro asesinatos forman parte del plano irreal, como sumergirse en una piscina y comprobar que el mundo exterior pierde consistencia y sus sonidos nos llegan como confusos zumbidos. Cuando mata, el asesino cava un pozo profundo del que es probable que nunca salga.

¿Qué se siente matar? ¿Es posible olvidar el crimen que uno cometió? Son preguntas que ni los asesinos ni los psicólogos supieron responder con certeza.

Una persona que mata a un hombre nunca más vuelve a ser la misma persona. Imagínese cómo me puedo sentir yo después de haber cercenado la vida de cuatro miembros de mi familia. Cuando la gota rebalsa el vaso, cuando se rompe un dique, usted no sabe para qué lado sale el agua.

Eso dijo el femicida en una entrevista que le hicieron en radio Del Plata. En otra entrevista con el canal América, le preguntaron:

—Barreda, ¿es feliz usted?

—Con las limitaciones del caso, sí.

—¿Está arrepentido de lo que hizo?


—Sí, estoy muy arrepentido.
En general me siento muy mal y hay veces que me siento peor.

–¿Cuándo se siente peor?

–Cuando coinciden las fechas, los recuerdos y las situaciones. Todo eso me hace poner mal. Con mis hijas andábamos  siempre juntos. Lo siento por mi hija más chica, que fue a la que menos le di.

Luego, el odontólogo se llevó la mano a la mandíbula y confesó:

—Todo me parece irreal, como si estuviese viviendo una cosa que no me entra en la cabeza. Es como que uno está inmerso en algo que nunca pude prever que le pudiera llegar a pasar. Hay veces que no me doy cuenta. Todavía lo lamento muchísimo y lo voy a lamentar toda mi vida. A veces estoy bien contento y sonriente y de repente, pum, se viene y se me baja la máscara —y hace un gesto inequívoco con la mano, como si se pusiera una máscara invisible.

—En el juicio usted dijo que lo volvería hacer. Que volvería a matarlas.

—Eso no es así. Cuando me hicieron esa pregunta respondí que si las circunstancias se repitieran creo, hay un “creo” ahí, que volvería a responder de la misma manera. Nosotros, con mi mujer, nos separamos dos veces y siempre la fui a buscar yo a ella. Uno, por no poder salir de una situación desagradable, se encuentra inmerso en una telaraña que lo aprisiona, lo rodea y lo lleva a una situación límite, a un cúmulo de cosas que termina por desbordar.

—¿Qué cambiaría del pasado?

—Todo. Cambiaría todo. Bah, no. Todo no. A la escuela primaria la amé.

CÓMO APARECIÓ EN UN HOSPITAL

El 25 de mayo de 2016, Barreda apareció abandonado en un hospital. Todo comenzó con un llamado a la solidaridad. Una mujer publicó en su muro de Facebook la foto de un abuelo en la sala de espera del Hospital de General Pacheco. Se mostró conmovida por la mirada de ese hombre que dijo llamarse Alberto Navarro y condenó a su familia por dejarlo abandonado. Pero a las pocas horas se supo que Navarro era ni más ni menos que Barreda.

La mujer terminó por cambiar su posteo. Antes había dicho que «el abuelo necesita amor, su familia debería venir a buscarlo».

«Apareció en el hospital y dijo que no tenía dónde ir. Tenía un problema en la próstata. Dijo que su familia lo había abandonado. Trató mal a una enfermera y quiso quedarse a dormir. Alguien le preguntó si era Barreda y dijo que se llamaba Alberto Navarro. Al rato se fue, apenas podía caminar, tenía los pantalones bajos», dijo a BigBang una persona que fue testigo de la presencia del odontólogo en ese hospital.

Barreda vivía en en la casa de un amigo en Troncos del Talar, Tigre, donde fijó domicilio para la libertad condicional que le fue otorgada al borde de fin de año. Está cerca del hospital donde fue fotografiado. Lo llamativo es que la mujer que posteó la foto y el mensaje «conmovedor» nunca reparó que el «pobre abuelo con mirada tierna», al que su familia debería ir a buscar, fue el hombre que hace 24 años mató con frialdad a las mujeres de su familia.

El infierno de la familia Barreda había comenzado con lo que parecía un simple asunto doméstico. Como se ha dicho, hay tragedias que comienzan con un acto banal. Ese día, el dentista Barreda agarró un plumero y le dijo a su esposa Gladys Margarita Mac Donald, de 57 años:

—Voy a limpiar las telarañas del techo.

—Qué bien. Andá a limpiar que los trabajos de conchita son los que mejor hacés.

—¿Sabés qué? El conchita no va a limpiar nada la entrada. El conchita va a atar la parra porque las puntas andan jorobando —dijo Barreda como si no hubiese escuchado el insulto.

Sin embargo, esa fue la versión del asesino. Hasta se sospecha que inventó que le decían Conchita. Lo cierto es que después de matar fue a ver jirafas y elefantes al zoológico porque eso lo relajaba. Y luego tuvo sexo con su amante en un hotel alojamiento y la invitó a comer pizza.

Desde que salió en libertad, Barreda juró que no volvería a matar. Que aquello, lo de su esposa, su suegra y sus dos hijas, había sido un momento único e irrepetible. Eso le dijo a un amigo, como si se desfigurara a medida que dejaba escapar las palabras y se vaciara por dentro. Luego hizo silencio y apoyó la pera en las palmas de sus manos. Como si buscara sostener su cara a punto de caerse. Una cara que no era la misma; ahora llevaba en sus rasgos la sombra de su desdicha, tatuada entre las arrugas, los lunares y las líneas rígidas dibujadas en la piel de cuerina, en la piel que ahora se bifurca en los pliegues imperfectos de sus cuatro crímenes.

Por Rodolfo Palacios

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