Por Alejandro Borensztein www.clarin.com Según el monje astrónomo Dionisio el Exiguo (seguramente se hizo monje para que las minas no lo carguen por el apodo), Jesús de Nazareth nació en el año 753 contado desde la fundación de Roma. Con ese dato, y por mandato del Papa Hormisdas, se empezó a calcular el tiempo en la era cristiana (el Papa Hormisdas es un caso raro, no sólo por el nombre que le pusieron, sino porque cuando asumió su papado el tipo estaba casado y tenía un hijo, chiquito, un bebé hermoso). Pero como en aquellos tiempos los métodos de cálculo eran un poco a la bartola, Dionisio el Exiguo le terminó errando por varios años. Fue recién en el siglo XVI que los científicos jesuitas Cristóbal Clavio y Luis Lirio crearon el calendario gregoriano y rectificaron las cuentas. Posteriormente, diversos astrónomos y matemáticos fueron desculando cuestiones tales como la rotación de la Tierra, el ángulo de su eje y así terminaron de organizar la división del tiempo en horas, días, meses, años, etc. A toda esa manga de inútiles les debemos el absurdo hecho de que las fechas caigan, cada año, en distintos días de la semana y, por ende, que los 30 años de aquella primera elección de esta era democrática, el 30 de octubre del 83, caiga el próximo miércoles en lugar de caer hoy domingo, como fue en su momento y como debería ser siempre, si estos ñatos hubieran organizado la división del tiempo como Dios manda. De todos modos, creo que hoy domingo 27 es una buena ocasión para festejar los 30 años de aquel domingo inolvidable. Y qué mejor manera de festejarlo que votando una vez más. No le digo ganando porque eso ya es más difícil. Y muchísimo más difícil aún, si usted es parte del único proyecto nacional y popular que existe en la Argentina (de eso hablaremos otro día). Aquella jornada del 83 marcó el comienzo de una gran esperanza para quienes teníamos menos de 29 años (un tercio del padrón) y votábamos por primera vez. En mi caso personal, ese domingo gané. Y gané lindo. O sea que arranqué el partido de la democracia con un 1 a 0 promisorio. Nunca hubiera imaginado que tres décadas después estaría 5 a 1 abajo, contando sólo las presidenciales (en una no voté porque estaba afuera, pero de haberlo hecho hubiera obtenido un triunfo vergonzante porque sólo duraron dos años). Teniendo en cuenta que se vota a presidente cada cuatro años, necesitaría 20 años consecutivos de triunfos para dar vuelta el partido y ponerme 6 a 5. Me temo que para entonces me va a importar poco y nada y además, como viene la mano, la veo dificilísimo. Ya un empate me parecería un milagro. La campaña electoral del 83 fue apasionante, electrizante, coronada por dos inolvidables manifestaciones en la Avenida 9 de Julio, una de las cuales terminó con la famosa quema del ataúd (lo más parecido en estos tiempos sería el “correctivo para la desubicadita”). Para entonces, la democracia ofrecía dos caminos posibles. Uno era el de Alfonsín, que venía con las banderas de la democratización del país, el juzgamiento del pasado sangriento y el rechazo a la autoamnistía que se habían otorgado los milicos a sí mismos. El otro era el de Luder, que llegaba a los tiros con la consigna de dejar el pasado atrás, no andar revolviendo las cosas y convalidar la autoamnistía militar. Por suerte ganamos nosotros, los buenos, con el 52%. El 40% que sacaron los otros, teniendo en cuenta que la última experiencia laboral la habían hecho con Isabel, López Rega y los Montos, fue demasiado premio. Pensemos que en 2003, los radicales que recién venían de estacionar el helicóptero en el garage, con la candidatura de Moreau sacaron… ¡¡¡el 2%!!! A aquella diferencia matemática entre Alfonsín y Luder le debemos la piedra fundacional de esta democracia: el juicio a la Juntas.
Borensztein: «La elección de mi vida»
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