Así llegué a otra «misa ricotera» (así la llamábamos los seguidores y los propios músicos de la banda) que nos juntaba seguido en distintos lugares de Buenos Aires y que incursionaba también por Mar del Plata, Rosario o Montevideo. Pero esa noche no sería igual a las anteriores, y una semana después algo se rompería para siempre con la muerte de Walter Bulacio. La entrada a lo que entonces se llamaba «la Catedral del rock» fue como la de tantas veces en tantos recitales. Público ansioso, cánticos en las filas que ocupaban las veredas y policías nerviosos. Entonces, parecía «normal» que un patrullero o un carro de asalto se estacionaran en la puerta de un estadio en el cual tocaría una banda de rock. Después de la muerte de Walter nada de eso volvió a ser «normal». La llegada al Estadio Obras de los Redondos había ocurrido a fines de 1989 y continuado durante 1990, cuando la banda agotó la capacidad de los espacios que trajinó desde que comenzó su gran convocatoria, tras la salida, a mediados de los 80, de su primer disco, «Gulp», y mucho más con la aparición del revolucionario «Oktubre». Entonces quedaron atrás Palladium, el Bambalinas, Airport, la Casa Suiza, Cemento y Satisfaction. El grupo independiente por antonomasia del rock argentino eligió bien y salió a buscar estadios que pudieran albergar a las crecientes tribus ricoteras. El argumento del público era contundente: toquen en lugares más grandes, porque los lugares chicos se llenan rápido y afuera queda mucha gente sin poder entrar. Los encontronazos con la policía empezaban cuando los Redondos ya estaban arriba del escenario. Y eran un antecedente de la mala relación que había entre un grupo de seguidores rebeldes, la primera camada de «ricoteros» que encontraba en Patricio Rey un grupo distinto y contestatario con auténtico espíritu rockero, y los uniformados. En la previa del recital de aquel 19 de abril, entonces, esos patrulleros en la puerta no hicieron el ruido en muchos de nosotros que tal vez deberíamos haber escuchado. Porque en ese mismo momento, cuando la banda rockeaba, policías de la Comisaría 35 detenían en la vereda del Estadio Obras a un menor que aún no había cumplido 18 años y que había llegado al estadio junto con sus amigos de la localidad bonaerense de Aldo Bonzi, su barrio. La razzia policial no hizo distinciones de edad y lo subió a un colectivo para llevarlo detenido a la seccional. Era Walter Bulacio. El recital empezó y terminó como era de esperar: con la intensidad y calidad musical de siempre, y con el pogo a mil, como si supiera que alguna vez sería el mayor del mundo. Nunca supimos dentro del estadio lo que había pasado afuera. Con Walter y con decenas de pibes como él que terminaron en los calabozos de la comisaría del barrio de Núñez. Nunca supimos dentro del estadio lo que había pasado afuera. Con Walter y con decenas de pibes como él que terminaron en los calabozos de la comisaría del barrio de Núñez. Lo supimos pocos días después. Con angustia y preocupación. Y con bronca. Fue cuando se conoció, el viernes 26, la noticia que indicaba que Walter Bulacio había muerto. Y que la brutalidad policial había golpeado con dureza disciplinadora a los seguidores de un grupo de rock que el poder detestaba. Los días que siguieron fueron intensos y calientes. Y marcarían el comienzo de una nueva etapa, en varios sentidos. En el mismo universo ricotero, la situación derivó en duras recriminaciones de buena parte de los seguidores de la banda hacia el Indio Solari, quien con la excusa de «no hacer un show para la TV», nunca participó de las marchas callejeras en repudio al asesinato de Bulacio. El resto de la banda, encabezados por Skay y Poli, sí lo hizo. En el fondo de las nutridas movilizaciones, bien lejos de la bandera que hacía punta, pero lo hizo. Y tampoco participaron los Redondos de los recitales que se realizaron para ayudar a la devastada familia de Walter. Claramente, no estuvieron a la altura del momento ni de sus propios dichos. Aque
Bulacio: la noche en la que en el estadio Obras comenzó otra historia
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