“Platita” y sonrisas entre los escombros del Frente de Todos, titula el periodista Martín Rodríguez Yebra su nota este domingo en La Nación. «Cristina Kirchner no espera ya un triunfo en noviembre sino evitar una crisis que arrase al kirchnerismo y que la complique en la Justicia, mientras la guerra interna continúa pese al orden que impuso Juan Manzur», señala.
Cristina asiste a prudencial distancia a los primeros pasos de un gobierno que ella propició, pero que siente ajeno. Es la consecuencia de un acto de desesperación que sucedió a la derrota electoral y que entre sus operadores fieles comparan con una “demolición controlada”.
En esa lógica, el resultado de las primarias provocó un daño estructural tan inmenso en el esquema de gestión de Alberto Fernández que solo cabía derrumbar la estructura restante de forma rápida y segura para evitar un desastre mayor en el futuro. El motín de las renuncias de ministros y la carta pública que ella firmó fueron la dinamita que la tarea requería, ante el titubeo que percibió en el hombre a quien ella le confió en 2019 las llaves de la Casa Rosada.
Juan Luis Manzur asumió como virtual interventor presidencial entre los escombros del Frente de Todos. Cristina lo empoderó como quien se resigna a un destino amargo. Tuvo que elegir entre lo malo y lo peor. Darle la botonera a un peronista clásico que hace apenas tres años clamaba por jubilarla o asomarse al abismo de una crisis política capaz de arrasar con el kirchnerismo.
El nuevo Gabinete responde a una estrategia defensiva de la vicepresidenta. Ella escribió en su carta que sabía que el Frente de Todos iba a perder las elecciones. Después de la caída del domingo 12 empezó a temer cosas más serias. Que el malhumor social se canalice en protestas populares. Que las carencias en la gestión conduzcan a una crisis cambiaria severa. Que un gobierno “sin temperatura de calle” y derrotado en las urnas fuera incapaz de conducir el conflicto con un cierto orden hacia el lejano 2023. Y nunca hay que olvidar el peso que ejerce en su ánimo la amenaza de las causas judiciales irresueltas contra ella.
“Se puede volver de una derrota, como demostramos en 2015. De un desastre político no”, sintetiza un legislador de diálogo cotidiano con la vicepresidenta.
Manzur es todo sonrisas, pero no tiene un alma dócil. Ofrece prestaciones que hoy ni Alberto Fernández, ni Axel Kicillof ni los muchachos de La Cámpora pueden ofrecer. Contactos empresariales, diplomáticos y judiciales, experiencia en repartir fondos públicos, cintura para negociar con propios y extraños.
Lo demostró apenas juró. Reuniones al amanecer para mostrar acción. Fin de la pandemia por decreto. Y una catarata de anuncios para impulsar el consumo. El plan “platita en el bolsillo”, como lo bautizaron en un sector del oficialismo en homenaje al cinismo creativo de Daniel Gollán.
“Vamos a jugar el fútbol que le gusta a la gente”, ironiza un ministro del ala albertista. Es lo que pedía Cristina. El nuevo encargado de Educación, Jaime Perczyk, exige presencialidad total en las escuelas. Julián Domínguez ultima detalles de una flexibilización del cepo a la carne para anunciarles a los integrantes de la Mesa de Enlace la semana que empieza, en sintonía con el clamor de los gobernadores peronistas de provincias agropecuarias. A Aníbal Fernández le pidieron mostrarse con Sergio Berni en el conurbano, en busca de revertir la imagen despreocupada de la ministra a quien la aburría la calma de Suiza. También prevé aumentar el envío de fuerzas federales a Rosario, en plena guerra narco.
Recluida en El Calafate, Cristina no se engaña. Remontar en noviembre la diferencia de 9 puntos en las PASO asoma como una utopía. La profundidad del pesimismo social no parece arreglable con un puñado de anuncios paliativos y una revisión del discurso sombrío y gritón. Como en pocos otros aspectos coincide con el diagnóstico del albertismo: el objetivo realista consiste en acercarse a Juntos por el Cambio y si acaso torcer la suerte en alguna de las provincias que elige senadores para no perder la mayoría en la Cámara alta.
Es una meta de supervivencia en busca de un piso para la crisis interna. Para eso Cristina se entregó al peronismo clásico. Hasta noviembre Manzur tiene las manos libres para gobernar y hasta para ilusionarse con una candidatura presidencial en dos años. La ciencia ficción es una rama de la política argentina.
El gobernador tucumano en uso de licencia (que los sueños no atenten contra el pragmatismo) marcó territorio. Su cuenta de Twitter es una galería de retratos en su despacho de la Casa Rosada con gobernadores, intendentes y ministros a los que atendió desde el lunes con cara de jefe. En cualquier momento lo recibe al Presidente.
Mientras, las réplicas del terremoto poselectoral continúan sacudiendo a lo que queda del Frente de Todos. Fernández siente alivio después de la semana de locura que siguió a las PASO. Vivió como un triunfo que Santiago Cafiero pudiera continuar en el Gobierno, aunque corrido del despacho de al lado al suyo. Cree que el empoderamiento de los gobernadores peronistas será al cabo una barrera protectora contra Cristina. Entre quienes lo tratan habitualmente resuena cada vez más seguido aquella frase que se le escapó en el discurso de la derrota el domingo 12: “Nada quiero más que terminar este mandato”.
A diferencia de lo que pasó en la anterior campaña, el Presidente acepta un papel secundario. Le toca hablar menos y esforzarse en el contacto personal. No asistirá a todos los actos o en todo caso irá para mezclarse con la gente mientras los discursos los dan otros, como hizo el viernes en Pilar. El cepo a las declaraciones es incluso más intenso con la candidata bonaerense Victoria Tolosa Paz, que sale en todas las fotos, pero callada la boca. El peronismo también es abstinencia.
La reformulación de la campaña es tortuosa. Se eliminó el eslogan “la vida que queremos” y no hay acuerdo de cómo reemplazarlo. Cada gobernador peronista asumirá la misión de buscar votantes desmovilizados con su receta personal. Manzur les proveerá de lo que necesiten, mientras se empeña en transformar el sentir de la calle.
La derrota fue tan drástica que no dejó una voz autorizada para apelar al milagro. Kicillof lo sufre en silencio, destratado por su madre política cuando le encomendó a Martín Insaurralde la jefatura del gabinete bonaerense.
Máximo Kirchner empujó fuerte para colocar allí a su mejor aliado entre los intendentes. Expuso la interna subterránea que lo enfrenta con modos cuidados a Kicillof. El hijo de la vicepresidenta repite en estas horas una autocrítica basada en las fallas del oficialismo en su acción territorial. Culpa a la pandemia, por el obstáculo que impuso a la conexión entre los dirigentes y los votantes. Una forma de no admitir un problema de raíz en la intermediación política, que se expresa en la enorme disociación entre el discurso de la dirigencia y las preocupaciones profundas de la sociedad.
En la digestión de la derrota el camporismo habla de una campaña de brazos caídos de intendentes del conurbano y organizaciones sociales kirchneristas. Y acusan al gobernador de haberse encerrado en su círculo íntimo, sin atender las demandas de la política.
La batalla más cruenta de Máximo, de todos modos, es con Martín Guzmán, sobreviviente del cataclismo epistolar de hace 10 días. Con la dulzura desafiante que irrita a sus enemigos, el ministro de Economía enmendó esta semana a Cristina cuando le explicó por radio que él no hizo un ajuste sino que subieron los ingresos. Y se apresta a defender su proyecto de presupuesto, que incluye un significativo ajuste de tarifas para 2022.
A Máximo lo alertó Federico Basualdo, el subsecretario al que Guzmán no pudo echar en mayo. Le dijo que para cumplir la letra del proyecto de ley habría que ejecutar subas mayores a la inflación prevista. Del orden del 42% en gas y en las eléctricas que prestan servicios en la ciudad de Buenos Aires (Edesur y Edenor). En otros artículos del proyecto se establecen cifras de actualización módicas en obra pública y otras inversiones que el kirchnerismo considera vitales para una reactivación.
Andrés Larroque salió a graznar contra el ministro cuando dijo que no es momento de “amarretear”, anticipo de la resistencia que planteará Máximo en la Cámara de Diputados.
La confianza de Guzmán en que el papel de negociador con el Fondo Monetario Internacional (FMI) lo vuelve intocable contrasta con las quejas que salen de las usinas kirchneristas. Cristina le dio cuerda hasta noviembre. Acaso hasta marzo, si consigue acomodar la deuda. No es el ministro que imagina para un gobierno que la represente de cara a la pospandemia.
Se reproduce así el problema fundacional del artefacto que inventó Cristina en 2019: una administración afectada por vetos cruzados que inmovilizan y terminan consagrando un festival de internas inconducentes. Quedó claro que la tregua es frágil en exceso cuando un ministro en general moderado como Claudio Moroni (Trabajo) se animó a criticar en público a Eduardo de Pedro por haber presionado a Fernández con su amenaza de renuncia hace dos miércoles. El Presidente volvió a hablar con el jefe del Interior al que llamaba cariñosamente “Wadito”, pero la relación no es la misma. Hay quienes dicen que celebra la sobreactuación de las reuniones oficiales que hace Manzur con gobernadores, interlocutores naturales del ministro político. El tucumano, cauto, se prodiga en abrazos y elogios públicos a su colega cristinista.
En territorio albertista no abunda el optimismo. Guzmán les promete una recuperación franca a partir de los próximos meses, a pesar de las infinitas dudas que generan el aumento del gasto electoral, la fragilidad de las reservas y la incertidumbre sobre la deuda. Pero incluso si eso se cumpliera persiste el problema político de la fractura (por mucho que se disimule) en el Frente de Todos. No hay peor obstáculo para la confianza, vital para fomentar la principal demanda social de este tiempo: trabajo genuino.
Las elecciones de septiembre atentaron contra la noción de que la unidad del peronismo garantizaba el triunfo. Visto lo visto, en las trincheras se preguntan: “¿Para qué seguir juntos si no nos soportamos y no alcanza para ganar?”. Hasta noviembre la respuesta es clara: admitir la ruptura sería suicida cuando todavía resta votar.
Después se verá.
Al peronismo tradicional -Manzur, los gobernadores, Alberto, ¿Sergio Massa?- podría interesarle desacoplarse del kirchnerismo para construir una opción que sintonice con las nuevas demandas ciudadanas. Básicamente, un capitalismo eficiente y un poder menos autoritario. ¿Y Cristina, no vería con agrado ir tomando distancia de un “gobierno ajustador” y preservar capital simbólico para batallas futuras?