Pocos productos hay en el supermercado que nos produzcan al consumirlos tanto sentimiento de culpa como las patatas fritas de bolsa. Las echamos al carro en previsión de un probable ataque de ansiedad a media tarde; y cuando este, por supuesto, se produce, abrimos la bolsa con la férrea determinación de comer solo cuatro o cinco porciones para, finalmente y con suerte, dejar poco más que unos diminutos trocitos en el fondo, aparentemente inaccesibles. Se han dado casos de gente que los rebaña utilizando los dedos humedecidos. Las patatas fritas tienen algo de adictivo y hasta su bolsa parece conscientemente diseñada para crujir tanto o más que ellas, de modo que resulte imposible no mirarla hipnotizados cuando oímos cerca de nosotros el característico y prometedor desgarro del papel satinado. Aunque no sea usted quien ha perpetrado la compra, la visión de la simple apertura horizontal de la bolsa a nuestro lado es una clamorosa invitación a meter la mano. Están buenísimas, de eso no hay duda, pero la perspectiva de la bolsa vacía (porque, reconozcámoslo: todos nos asomamos a ese fragante abismo en busca de un fragmento perdido) nos deja la sensación de que hemos hecho algo malo.
Según el Ministerio de Sanidad, no hay ningún alimento que deba eliminarse de la dieta, pero en el gráfico de su pirámide alimentaria sitúa las patatas fritas en el extremo de color rojo, sinónimo de peligro, al lado de productos de repostería y refrescos y el dibujo de una señora sentada viendo la televisión zampándose un helado. Todos ellos (excepto la señora) “deben ser consumidos ocasionalmente, ya que son alimentos con una alta concentración energética y, al mismo tiempo, poco nutritivos”, dice el texto oficial. “En general, se trata de alimentos con un alto contenido en ácidos grasos saturados, azúcares y sal, por lo que su consumo elevado favorece la aparición de sobrepeso y obesidad, entre otras enfermedades”. Y añade: “Hay que evitar su consumo frecuente para que no interfiera con la ingesta de alimentos más saludables y se instauren en los niños patrones de alimentación inadecuados”.
Asumiendo que debemos recurrir a las entrañables patatas de bolsa solo de vez en cuando, es aconsejable dedicar unos minutos a intentar desenredar los misterios de la información nutricional que aparece en el dorso del paquete. De todo ese glosario de términos y cifras incomprensibles, conviene saber cuál es la parte mala, la parte peor y si hay alguna buena, para, en consecuencia, elegir las patatas más apropiadas. La profesora de nutrición Iva Marques, de la Facultad de Ciencias de la Salud y del Deporte de la Universidad de Zaragoza y editora de la revista de la Fundación Española de Dietistas-Nutricionistas (FEDN), nos ayuda en esta ardua tarea.
– Valor energético: mejor la variedad light
Unas bolsa de patatas fritas normales de pequeño tamaño (45 gramos) tiene alrededor de 228 kcal. O lo que es lo mismo, y según explica la especialista, como dos filetes medianos de ternera a la plancha. Si dirige su atención a las patatas light, sepa que por ley deben tener un 30 % menos de calorías. Desenfunde la calculadora del móvil y compruebe si se cumple la proporción (Los kilojulios -kj- son la medida internacional y aparecen en la etiqueta de información nutricional porque lo exige la legislación vigente; con que se fije en su equivalencia en kilocalorías -kcal- es suficiente).
– Grasas: prime las que llevan el matiz ‘al horno’
Uno de los principales atractivos de las patatas chips es su finísimo corte; también uno de sus mayores inconvenientes desde el punto de vista de la dieta sana. “Las patatas de bolsa fritas absorben mucho aceite en el proceso de fritura. Cuanto más fino es el corte de la patata, mayor absorción, y al revés”, nos informa Iva Marques. Esa es una de las razones por las que las patatas que freímos en casa normalmente son más saludables. “Al tener mayor grosor absorben menos aceite y por lo tanto tienen menos calorías”. Las patatas chipsnormales rondan los 35 gramos de grasa por cada 100 gramos: es decir, más de un tercio de esos cien gramos corresponde a pura grasa. En las light la cifra desciende hasta los 20 gramos. Algunas patatas de bolsa se anuncian como “al horno” y con un 70 % menos de grasa. “Al ser horneadas y no fritas absorben menos”, corrobora la nutricionista.
En cuanto a la cantidad de grasas saturadas (encontrará esta información en el mismo epígrafe), cuanto más baja sea, mejor. “Son grasas de origen mayoritariamente animal, con efectos fisiológicos relacionados con el empeoramiento de los niveles de colesterol en sangre y estructura arterial. Actualmente su cantidad ya no es muy elevada en las patatas fritas de bolsa por el cambio del tipo de aceite utilizado en la fritura”.
– Hidratos de carbono: no hay luz roja
Puede saltarse este apartado. Se mueven entre 45 y 60 gramos por cada 100 gramos, medidas no excesivas. “Es la cantidad propia de un cereal, como el pan o el arroz, por lo que deben ser consumidas en sus raciones recomendadas”, afirma la especialista. Aquí se produce una curiosa paradoja, pues la cantidad de hidratos de carbono es más elevada en las patatas light que en las normales. “Aquellas, al tener menos grasa por unidad de peso, tienen más hidratos”, justifica Marques.
– Fibra: ¿qué fibra?
“La fibra es una parte de los hidratos no digerible por las enzimas digestivas humana, fermentada por las bacterias del colon o el intestino grueso”, diserta la profesora. “El valor por 100 gramos es moderado, pero por ración de consumo de patatas fritas (menos de 50 gramos) es más bajo, o sea, que no debe ser considerada fuente de fibra”.
– Proteínas: de baja calidad
Si quiere ponerse como un toro, descarte las patatas de bolsa como epicentro de su dieta. “El contenido proteico es moderado, pero la calidad de esas proteínas es baja”, apunta la nutricionista.
– Sodio/sal: saque la calculadora
El estado en que queda nuestra lengua después de una ingesta prolongada de patatas fritas refrenda que son un alimento bien cargado de sal. De hecho, su alto contenido es, en opinión de la profesora Iva Marques, lo más perjudicial de las patatas de bolsa. La mayoría contiene alrededor de 1,5 gramos de sal por 100 gramos de patatas, aunque algunas llegan a los 2,3. Si examina la información nutricional, se dará cuenta de que no hay unanimidad a la hora de expresar este dato: algunos fabricantes se refieren a la dosis de sal y otros a la de sodio. Es momento por tanto de sacar de nuevo la calculadora y multiplicar por 2,5 la cantidad de sodio para obtener la de sal (o dividir si quiere seguir el proceso inverso). La OMS recomienda un máximo de 2 gramos al día de sodio, que equivale a 5 gramos de sal. Es decir, que los días que comamos una bolsa de patatas grande seguramente superaremos el límite. Opte, pues, por las pequeñas, y compare marcas en busca del indicador más bajo. “En general, toda la población debería de consumir de forma ocasional los productos muy salados, pero en especial las personas con hipertensión arterial”, asevera la profesora.
– Tipo de aceite: de oliva, girasol o maíz
Generalmente, aparece reflejado en el apartado de ingredientes, que viene a ser como la letra pequeña de los contratos: eso en lo que nunca nos fijamos pero deberíamos. Escudriñando atentamente, uno descubre que estas patatas se fríen principalmente en aceite “de maíz” o “vegetal”. Dependiendo de lo uno o lo otro, serán más o menos saludables. “Si es de oliva, de girasol o maíz, muy bien”, argumenta la nutricionista. Por el contrario, desconfíe cuando le hablen de “aceite vegetal” a secas. Porque, por ejemplo, podría ser de palma, un aceite muy rico en grasas saturadas y, por tanto, poco recomendable desde el punto de vista nutricional.
¿Y qué hacemos con los niños?
Gusanitos, ganchitos y otros primos hermanos de las patatas fritas de bolsa comparten con estas sus características nutricionales. “Lo malo de estos productos, aparte de las calorías vacías por los aceites de fritura (mucha caloría y poco nutriente), es que tienen muchos aditivos y mucha, mucha sal”, subraya Iva Marques. Pese a todo, gozan de gran éxito entre el público infantil, por lo que la especialista recomienda limitar su consumo a los fines de semana. “Contribuyen a adoptar una apetencia muy elevada de lo salado para toda la vida”, dice. Pero si usted tiene más de 15 años y le pica el gusanillo del picoteo con demasiada frecuencia, existen alternativas sanas y muy sabrosas. La nutricionista sugiere: “Una pulga de queso o jamón, un plátano, un par de galletas integrales, unas tortitas de trigo o maíz o frutos secos (un puñado de 20 gramos de nueces, almendras, avellanas o incluso cacahuetes), que tienen un montón de propiedades nutritivas y sacian bastante”. Además, no dejan los dedos de color naranja fosforito.
Fuente > http://elpais.com/elpais/2014/10/28/buenavida/1414489313_848654.html