Detalles nunca contados de la vida de Maradona en Nápoles
(por Cherquis Bialo – extraído de Infobae)
El éxtasis y la angustia conviven en el corazón del héroe. La sangre se torna espesa, densa y su paso lentifica el tránsito hasta deformar las venas visibles del cuello. En el tramo final del túnel del estadio San Paolo se escucha un rugir de sonidos humanos, inequívocas voces de la multitud. Faltan subir los siete peldaños de la última escalera. Rodeado por una veintena de personas excitadas que le hablan al mismo tiempo, sus ojos de particular vivacidad no se detienen en ningún foco, miran sin ver. Llegan a sus oídos tres de las cuatro sílabas de su apellido con la prolongación de la “o”, como si estuviese en La Bombonera. Era un Ma-ra-dooo…Ma-ra-dooo con el que los “ultras napoletani”, los “tifosi” más caracterizados de las curvas A y B le daban la bienvenida junto a los otros hinchas, la inmensa mayoría, que ocuparon totalmente el estadio y podrían calcularse en 80.000 personas.
Aquel jueves 5 de Julio de 1984 él tenía puesto un jogging celeste que le habían dado en el vestuario, una camiseta blanca Puma y una bufanda del Napoli, que a último momento le acercó el presidente del club Corrado Ferlaino para que luciera en su cuello y se viera bien en todas las fotos que habrían de recorrer el mundo.
Le dio un beso a su mujer (por entonces, Claudia Villafañe), un abrazo a su representante de aquel histórico momento (Jorge Cyterszpiler), subió rápidamente ese último tramo de la escalera y sintió tembloroso como el San Paolo se convertía en un volcán en erupción cual Vesubio en su primer estallido.
Diego se paró sobre una bandera que hacía de alfombra con los colores del club, levantó los brazos y dijo aquello que había aprendido de memoria después de firmar su contrato con el único club que ya lo había tentado en el 1979 y cuyos dirigentes viajaron a Barcelona para devolverlo al fútbol, a la felicidad y a la esperanza. El Diego de Barcelona estaba fundido económicamente y hasta debió vender a un precio vil su casa del barrio Pedralbes para pagar deudas y salir de Cataluña para iniciar esta nueva etapa.
-“Buona sera Napolitani, sono molto felice di essere con voi”- (Buenas noches napolitanos, estoy muy feliz de estar aquí con ustedes….). Después de decir ésto, un “celofán húmedo” le cubrió la mirada a Maradona y la saliva halló una barrera para pasar por la garganta. Las tribunas lo festejaron como si se tratara de un gol. Los descendientes de griegos, romanos, normandos y españoles que conforman la ascendencia del millón de napolitanos vieron un mesías. El crepúsculo ya agonizante de aquella inolvidable noche de verano diseñó la simbiosis más perfecta del fútbol: Diego y el Napoli.
Desde los parlantes surgieron versos de un himno oficial hacia Diego que jamás pegó. Pero en cambio aparecieron los acordes del tango El Choclo de Ángel Villoldo. Y eso sí emocionó a Maradona, aunque no se animó a bailarlo.
Cuando bajó para reencontrarse con Claudia y partir hacia el aeropuerto, con ansias de regresar de inmediato a Buenos Aires, le dio un abrazo y en voz baja reflexionó hablándole al oído: “Claudia, mirá, me tiemblan las piernas. Son un equipo de la B, vienen de salvarse del descenso por un punto y me recibieron creyendo que podemos ser campeones. Vamos a pelear, pero es difícil la mano, muy chiva…”.
Ya frente a los periodistas, repuesto de la emoción y sereno declaró: “Quisiera convertirme en el ídolo de los pibes pobres de Nápoles, porque son como era yo cuando vivía en Buenos Aires”.
LA VIDA SIN PRIVACIDAD
Desde aquel día hasta hoy han pasado exactamente 33 años y 4 días. Más de la mitad de las 80.000 personas que lo recibieron, vitorearon, agasajaron y agradecieron la semana pasada, al ser declarado Ciudadano Honorario de la ciudad, eran aquellos niños de quienes Diego quería ser ídolo. Lo logró.
El camino fue dificultoso. Desde 1984 hasta 1991 Maradona perdió la privacidad. Nunca pudo caminar por la calle, dar un paseo con la familia o ir a un espectáculo. Siempre estuvo custodiado por la policía . Para ir a los entrenamientos en Soccavo, a las concentraciones en el hotel Royal o a los partidos en el San Paolo, antes y después, salía de su casa o regresaba a ella con tres agentes del Cuerpo de Motociclistas de la Policía de Nápoles que le abrían el paso mientras decenas de motitos lo seguían, sólo para verlo y decirle algo.
Recuerdo que dos días antes de ganar el Scudetto habría de celebrarse el cumpleaños de su hermana Mary, la esposa por entonces de Gabriel Espósito, conocido como El Morsa. En realidad, para Diego, era muy importante que toda la familia lo celebrase y estuviera sentada a la misma mesa. Pero, ¿cómo hacerlo?, ¿dónde? Quien tenía esas respuestas era su apoderado en esa época, Guillermo Coppola.
Para tales eventos especiales, Coppola reservaba en un restaurante elegido por Diego o sugerido por él. En este caso, Le Fragole. El acuerdo para que nadie molestara a Diego consistía en tomar un turno atípico. Por ejemplo, las once de la noche. El compromiso del dueño era que a medida que cerraba las adiciones de los horarios normales, no ocuparía ninguna mesa más. Cerca de las diez y media bajaba las persianas y apagaba las luces exteriores. Cuando todo el mundo que pasare por allí no advertía movimiento alguno comenzarían a llegar Diego y sus invitados. Sería ésta la única forma de lograr que Maradona disfrutara de un restaurante en familia.
Algo parecido, en cuanto a la discreción, le ocurría para elegir la ropa. Primero pasaba por las grandes tiendas en un auto desconocido -ni la Ferrari, ni el Mercedes- y veía desde la ventanilla qué cosas le atraían. Aquello que podría gustarle o que sospechaba que le agradaría lo tenía anotado. Luego, Claudia iba a la tienda, hablaba con el encargado, le confesaba quién sería el destinatario y así, tanto diseñadores de la moda, sastres, camiseros, zapateros u otros creadores, iban a su casa con las muestras listos para tomarle las medidas.
Mientras tanto, su figura se convirtió en mito en Nápoles. No sólo era el mejor jugador del mundo y hacía que los napolitanos se sintieran reconfortados por títulos, triunfos y prestigio. Más importante aún, Maradona se fue convirtiendo en el paradigma del respeto social y político del sur de Italia. Los puso en pie de igualdad con los del Norte.
UN CÓNSUL PARALELO
La mención del apellido y el acento “argento” facilitaban la vida de los turistas argentinos que pasaron por Nápoles en el último lustro de los ’80 y el comienzo de los ’90. Tan pronto un napolitano advertía que realmente se trataba de un argentino y estaba de paseo, podía acceder a cosas de difícil solución. Por ejemplo, entrar en barrios como el Quartieri Spagnoli. Un villorrio de humildes casas separadas por pasillos por donde se puede transitar de a una persona. Lugar en la que habitan también servidores de la camorra: carteristas, vendedores de relojes truchos, descuidistas, contrabandistas y arrebatadores. Allí se “aguantan” delincuentes de las diferentes categorías. Por lo tanto, ingresar no resulta cordial, ni amigable. La mayoría de sus habitantes creen detectar en cualquier desconocido a un agente de policía encubierto. A menos que se mencione el mágico nombre de Maradona, agregándole Argentina. Estas dos palabras contribuían hasta para la toma de fotografías con “una sonrisa, per favore”.
Pero a pesar de esto a muchos turistas argentinos les robaban tal como ocurre en muchas ciudades del mundo. Este hecho produce una inequívoca sensación de desesperación e impotencia. Sin dinero, sin tarjetas de crédito, sin pasajes de regreso y sin pasaporte. ¿ Y ahora?.
Los damnificados concurrían a las comisarías y hacían sus denuncias. Luego, tras un horroroso día regresaban a sus hoteles. Y allí, por lo general, le contaban a los conserjes de turno el drama por el cual atravesaban.
.-Ma, ustedes son argentinos, ¿no?-
.-Si, claro.-
“¿Y dónde les robaron, se acuerdan más o menos? ¿ Anduvieron por la zona de Margherita?, ¿ tal vez cerca del puerto?, ¿ o por Piazza del Plebiscito?. ¿Ya llamaron al Consulado?”, preguntaban los atentos conserjes.
Estos atentos empleados de los diferentes hoteles le daban cuenta de lo ocurrido a Gabriel “La Morsa” Espósito, el cuñado de Diego. Él realizaba conversaciones con diferentes personas, según la zona donde habían sido robados. Luego, le devolvía el llamado a los conserjes y éstos le daban la grata nueva a los afligidos turistas argentinos.
.-Señor, amigo mío, hemos tenido suerte hoy: sus cosas aparecieron. Obviamente, todo menos el dinero, claro.-
.-¿ Y adonde están?.-
.- Usted debe ir a esta dirección. Es la casa del cuñado de Diego, le dicen Morsa, pero usted llámelo Gabriel. El tuvo la gentileza de ocuparse por orden de Diego. Vayan hoy, pero de 18 a 20, esa es la hora en que el señor Esposito habrá de devolverles lo que les robaron. Qué grande es Maradona, amigo-.
La fila era larga y expectante. Cada uno pasaba a su turno y recobraba la tranquilidad de tener nuevamente las tarjetas de crédito, los pasajes -por entonces eran billetes físicos- y las tarjetas de crédito. Y lo principal, el pasaporte.
Sí, qué grande es Maradona, bajo cuya influencia la mafia era capaz de devolver los objetos solo imprescindibles para sus víctimas.
UN AUTÓGRAFO ANTES DE MORIR
El amor por Diego era tan inmenso como visceral. Los napolitanos no tenían reparos en profesarle la misma devoción a San Genaro, patrono de la ciudad. En la puerta de la casa donde vivían Diego y su familia siempre se detenían personas. Llegaban hasta Via Scipíone Capece 5 y se quedaban en la vereda a esperar algo… Tal vez esperando a que alguna vez saliera Diego al balcón o que bajara para firmarles autógrafos. Nunca ocurrió, pero diariamente una veintena de personas iban relevando una “guardia” absurda. Se conformaban con verla a Dalmita, cuando era una niñita de tres o cuatro años. Gritaban, cantaban y vitoreaban a Maradona mientras la pequeña les sonreía deteniendo su propio juego y desapareciendo de la vista de los fanáticos.
Cuando Guillermo Blanco era el jefe de prensa de Diego le tocaron vivir algunas de éstas cosas que hoy resultan oportunas contar, pues probablemente ayude a entender un poco más este fenómeno que se ha sostenido tras treinta años y que es el amor de un pueblo por su ídolo, tal como acaba de manifestarse hace unos días.
Dice Guillermo que en uno de esos miles de viajes en avión entre Nápoles y cualquier ciudad donde se jugara un partido la nave comenzó a moverse. En un momento pareció que perdía altura, que se precipitaba. Luego el comandante con pericia le hacía recobrar altura. La tripulación pedía calma. El vuelo estaba completo. Iba el plantel, los dirigentes y el resto eran hinchas. Gente vomitando, azafatas pidiendo calma, el comandante rogando una y otra vez que permanecieran en sus asientos. El caos dominaba el interior del avión. Ya había llantos, ruegos y desesperación, hasta que un hincha del Napoli se levantó, se puso en la mitad de la cabina de la clase Turista y pidió calma. No lo escuchaban, gritó y seguían sin escucharlo…
Entonces se fue hasta el fondo, tomó el teléfono y su voz emergió desde los parlantes del avión. Luego, con serenidad y esperanza, dijo severamente:
.- Señoras y señores, por favor, basta ya de asustarse. Tengan calma, nada nos va a pasar… Señoras y señores, en el avión viaja Diego Maradona, y eso quiere decir que Dios viene con nosotros. Calma, calma por favor.-
Los pasajeros aplaudieron, el comandante logró que la nave recobrara su altura de crucero y por las ventanillas volvió a verse un cielo manso del cual se colgaban millones de estrellas luminosas.
El amor de los napolitanos no se debe solo a los triunfos. No es solo el Scudetto, la Copa Italia, la Recopa. Es también haberles levantado la autoestima, ponerlos en un plano de igualdad con el Norte, con la Juve de Platini, la Lazio de Laudrup, el Inter de Rummenigge. Fue haberles devuelto una identidad subestimada, obligar a los medios a poner a Napoli en sus portadas y escribir una gloria imborrable.
La simbiosis perfecta. La ciudad y su héroe. Maradona no fue a jugar al Napoli para triunfar. Napoli habría de triunfar cuando llegara Maradona. Y él no era feliz porque ganaba; ganaba porque era feliz.
El miércoles lo declararon Ciudadano Honorario. Nada más justo. Diego Armando Maradona pertenece a una raza de uno. Es solamente él. Nadie antes, nadie después.