Si Chávez no estuviera agonizante, habría dicho mil cosas sobre la crisis reciente en Siria, donde se tambalea su amigo Bachar Asad, y sin duda estaría ufanándose de los nuevos envíos de combustible para alimentar sus equipos de guerra.
Si Chávez estuviera vivo, lo que se dice estar vivo, no dejaría pasar la ocasión para lanzar improperios contra los judíos y apoyar a sus hermanos de Hamás en la dura crisis de la Franja de Gaza.
Si Chávez estuviera vivo, mandaría mensajes de amor y solidaridad al déspota de Irán, defendiendo de paso el derecho inalienable que le asiste para fabricar una bomba atómica con el destino que todos conocemos.
Si Chávez estuviera vivo, insistimos en que a la manera como se considera vivo a un hombre de sus ímpetus, ya habría visitado a Daniel Ortega en Managua para celebrar su triunfo sobre Colombia. Le habría hecho ofertas para hacer exploraciones petrolíferas en sus nuevas aguas territoriales y le hablaría de facilitarle alguno de sus juguetes bélicos –rusos y chinos– de reciente adquisición.
Si Chávez estuviera vivo, andaría a la cabeza de sus tropas rojas con vistas a la votación importantísima que se le viene encima. El camarada no estaría corriendo el riesgo de gobernar un país lleno de estados enemigos.
Si Chávez estuviera vivo, nos seguiría regalando las interminables peroratas semanales de Aló Presidente e interrumpiría constantemente la programación de los canales de televisión para regalarnos su deliciosa imagen y su verbo encendido.
Si Chávez estuviera vivo, no faltaría a la cita con las FARC en La Habana, siendo como es un personaje fundamental en ese sainete, y se sumaría a la exigencia de indulto para Simón Trinidad, sin cuyas luces los diálogos parecen un pesebre apagado.
Si Chávez estuviera vivo, nos lo recordaría todos los días. El coronel no comprende el panorama de su patria, ni el del universo entero, sin su presencia llenadora, palpitante, decisiva.
Lo dicho conduce a una conclusión inapelable: Chávez no está vivo. Y no importa si lo tienen guardado en estado vegetativo en algún hospital de aquí o de allá. Lo que importa es que Venezuela es una nave al garete, un Estado fantasma, una estructura vacía. Porque en el mundo del caudillismo totalitario las cosas son así: sin el reyezuelo, queda nada.
Nadie se atreve a preguntar por Chávez. Los suyos, porque no quieren levantar la ola de las preguntas sin respuesta. Y los opositores, porque temen a Chávez como los moros al Cid Campeador, aun después de muerto. Venezuela es un país tan acongojado, tan desorientado, tan deshecho, que no se siente capaz de afrontar su destino sin la imagen del tirano. No es la primera vez que ocurre, y por desgracia tampoco será la última.
El tiempo, como suele, desató el enigma que se había formado alrededor de la salud de Chávez. Todo apuntaba a que sus piruetas en las tarimas, sus discursos a media voz, sus apariciones caóticas serían las últimas. Seguramente con su consentimiento, y a lo mejor a sus instancias, los médicos sometieron ese cansado organismo a un estrés insoportable. La cortisona, los analgésicos, los estimulantes cumplieron su oficio y culminaron su tarea con el discurso del triunfo. Y luego llegó lo inevitable, el colapso que sigue a esos esfuerzos descomunales.
Dios se apiade de quien ha hecho sufrir tanto y ha causado tanto daño a la nación más rica de América. Como cristianos, no nos queda otro voto por esa vida que se pierde en el vacío de la nada. Pero como estudiosos de la vida de los hombres y los pueblos no podemos ahorrar el sufrimiento de plantear este problema con su brutal crudeza. Porque al parecer Venezuela no podía vivir con Chávez, pero no está preparada para vivir sin él. De otro modo, estas reflexiones elementales se habrían planteado mil veces, con dramática insistencia. Y no faltan por inadvertencia o capacidad de análisis. Simplemente faltan porque todos temen la única respuesta posible.
Fernando Londoño Hoyos
Ex ministro colombiano de Interior y Justicia
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