Por Luza Alvarado | Pasionaria
Hace unos días me encontré en una revista de psicoloíga un artículo sobre la hiperresponsabilidad. Yo sabía que era un rasgo de carácter pero nunca pensé que fuese considerada como un desorden obsesivo compulsivo. Resulta que detrás de un elevado sentido de la responsabilidad yace la ilusión de que se tiene más control sobre las situaciones del que realmente se tiene. El desorden se manifiesta de manera distinta entre quienes lo padecen, pero una característica común es sentirse responsable por la felicidad de otros, negando la propia.
Mientras terminaba de leer el artículo me sentía más y más identificada. Lo asumo: creo mi sentido de la responsabilidad a veces toma niveles patológicos, pero no me había dado cuenta. O tal vez sí pero no entendía cómo funcionaba el mecanismo.
Siento que la hiperresponsabilidad es difícil de identificar porque está emparentada con algunos “valores” como la abnegación, que en nuestra cultura se inculcan desde la infancia y son considerados deseables o positivos en el caso de las mujeres. Por ejemplo, una chica que se esfuerza en asistir, servir o complacer a los demás es más aceptable que una mujer desenfadada o dada a la confrontación. Creo que en el caso de la hiperresponsabilidad una no sólo cumple con todo lo que se espera sino que además se esfuerza por superar las expectativas. En casos patológicos, esto implica negarse a sí misma con tal de no decepcionar a los demás.
A muchas chicas esa carga de responsabilidad se les quita durante la adolescencia, pero a otras nos toma unas décadas más. Recuerdo que hasta hace poco mi cumpleaños era una tortura. Como me sentía obligada a quedar bien con todos, nunca lograba disfrutar ese día y pensaba que irremediablemente iba a quedar mal con alguien. Lo mismo me sigue ocurriendo en cuestiones de trabajo o de familia; no puedo relajarme porque además de mis asuntos, me siento responsable por el bienestar, la seguridad o el desempeño de los demás. Y va más allá, siento que todas mis acciones, por más pequeñas que sean, tienen un impacto en el mundo y en la vida de los demás, de manera que a veces las decisiones más simples se convierten en verdaderos dilemas morales.
Entiendo que la hiperresponsabilidad también tiene un lado positivo, que sin ella no habría quien quisiera cambiar al mundo, no existiría la caridad, tal vez nadie se preocuparía por impulsar leyes más justas o presionar a las empresas hacia la responsabilidad social. Sin embargo, cuando el bienestar de los demás provoca angustia o cuando no salvar al mundo provoca culpa, hay algo que no está bien.
Un desorden obsesivo compulsivo como la hiperresponsabilidad es difícil de identificar porque muchas de las actitudes de quienes la padecen son consideradas “normales” y reconocidas como necesarias o admirables. Entonces, ¿es posible distinguir entre la responsabilidad sana y la patológica? ¿Acaso hay un justo medio? ¿Cómo podemos hacernos responsables sin llegar a la abnegación o a la exageración? ¿Cómo distinguir aquello que no podemos cambiar de lo que sí podemos cambiar?
Según la psicóloga que escribó el artículo, hay una oración muy conocida que puede servirnos de guía: “Dios, dame la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar lo que sí puedo, y la sabiduría para distinguir unas de otras”.
Aceptar lo que uno no puede cambiar, soltarlo y fluir parece ser la parte más fácil, pero forma parte de un trabajo paralelo y más profundo. En estricto sentido, lo único que podemos controlar y cambiar es a nosotros mismos. Podemos elegir qué pensar, qué creer y qué moldes romper, pero eso requiere valentía. “Crear la decisión es crear la libertad”, dice la poeta argentina Diana Bellessi. Y creo que tiene razón; decidirse a romper ciertas creencias es el primer paso para liberarse de cargas, roles y responsabilidades que no nos corresponden y aprender a fluir.
Aceptar que hay cosas que uno no puede cambiar es asumir que uno no es responsable de la felicidad o la seguridad de otros; porque no hay control que pueda asegurar el bienestar de la familia, no hay acción individual que pueda solucionar el hambre del mundo, frenar la crueldad animal o abarcar las decenas de causas existentes. Si bien es necesario contribuir para mejorar el pedazo de mundo en el que nos tocó vivir, lo importante es que el impulso de estas acciones no esté atado a obsesiones o enraizado en el miedo.
Creo que el mayor aprendizaje que me dejó el artículo es que, aun cuando aprendamos a distinguir lo que podemos cambiar de lo que no podemos cambiar, la hiperresponsabilidad seguirá ahí latente porque es una forma de relacionarse con el mundo. Sólo hay que saber cómo funciona para que no se convierta en un comportamiento patológico (obsesivo compulsivo). Uno de los ejercicios que estoy haciendo es romper con ciertas creencias y confiar en que pase lo que pase, la vida no es más que un camino hacia la conciencia. Y que mi única responsabilidad, al menos por ahora, es aprender a fluir.