El 10 de febrero de 1912 el Congreso Nacional sancionó la ley 8.871, que empezaría a conocerse como la «Ley Sáenz Peña», que estableció el voto secreto, obligatorio y universal.
El 10 de febrero de 1912 el Congreso Nacional sancionó la ley 8.871, que empezaría a conocerse como la «Ley Sáenz Peña», que estableció el voto secreto, obligatorio y universal.
Si bien la ley no era tan universal, porque seguía siendo exclusiva para nativos argentinos y naturalizados masculinos y mayores a 18 años, vino a poner fin al fraude y al soborno que perpetuaba en el poder al régimen oligárquico que comenzó en 1880.
Por su parte, las mujeres debieron esperar 39 años hasta la sanción de la Ley 14.032, de junio de 1951 de la mano de Eva Perón, que con el sufragio femenino comenzó a equilibrar la balanza.
Antes de la ley Saénz Peña, los días de elecciones, los gobernantes de turno hacían valer las libretas de los muertos, compraban votos, quemaban urnas y falsificaban padrones.
«Puede decirse que todos los gobernantes de lo que la historia oficial llama `presidencias históricas`, es decir, las de (Bartolomé) Mitre, (Domingo) Sarmiento y (Nicolás) Avellaneda; y las subsiguientes hasta 1916, son ilegítimas de origen, porque todos los presidentes de aquel período llegaron al gobierno gracias al más crudo fraude electoral», evalúa el historiador Felipe Pigna, en `Los mitos de la historia argentina III`.
La primera aplicación de la ley Sáenz Peña fue en abril de 1912 en Santa Fe y Buenos Aires, y luego permitió que accediera al poder en 1916 el candidato por la Unión Cívica Radical, Hipólito Yrigoyen.
La primera ley electoral había sido sancionada en 1821 en la provincia de Buenos Aires durante el gobierno de Martín Rodríguez, por el impulso de su ministro de gobierno, Bernardino Rivadavia, y establecía el «sufragio universal masculino y voluntario para todos los hombres libres de la provincia» y limitaba exclusivamente la posibilidad de ser electo para cualquier cargo a quienes fueran propietarios.
Sin embargo, esta ley tuvo un alcance limitado, porque la mayoría de la población ni siquiera se enteraba de que se desarrollaban comicios.
La Constitución Nacional de 1853 dejó un importante vacío jurídico sobre el sistema electoral, que fue parcialmente cubierto por la ley 140 de 1857: el voto era masculino y cantado, lo que podía provocarle «inconvenientes» al votante si no sufragaba por lo que imponía el caudillo de su zona.
Por aquella época el país se dividía en 15 distritos electorales, en los que cada votante lo hacía por una lista completa, es decir que contenía los candidatos para todos los cargos.
La lista más votada obtenía todas las bancas o puestos ejecutivos en disputa y la oposición se quedaba prácticamente sin representación política.
Hacia 1900, nuevos partidos, como la Unión Cívica Radical y el Partido Socialista, atraían a los sectores sociales que no estaban representados en las instituciones políticas del Estado, que estaban controladas por la clase gobernante conservadora y liberal.
Para evitar conflictos sociales, un sector del gobernante Partido Autonomista Nacional (PAN), que podría llamarse «modernista» y en el que se encontraba Roque Sáenz Peña, comenzó a considerar la introducción de reformas graduales en el sistema electoral.
El primer paso en ese sentido se da con la reforma “uninominal” en el sistema de elección de diputados.
El Partido Socialista de Juan B. Justo, que desde su creación en 1896 siempre participó de las elecciones, logró gracias a este nuevo sistema que en 1904 fuera electo el primer diputado socialista de América: Alfredo Palacios.
El nuevo sistema duró poco, ya que en 1905, con Manuel Quintana como presidente, se volvió a la lista completa, en la que cada elector votaba por todos los candidatos de su distrito.
Dos meses después de esto se suprimió el voto cantado, que pasó a ser por escrito, pero nunca secreto.
El 12 de junio de 1910, el Colegio Electoral consagró la fórmula Roque Sáenz Peña-Victorino de la Plaza, y el presidente electo, que se encontraba en Europa, emprendió su regreso al país.
A poco de llegar tuvo dos entrevistas claves: una con el presidente saliente Figueroa Alcorta y la otra con el jefe de la oposición, Hipólito Yrigoyen, quien le reclamó «comicios honorables garantidos, sobre la base de la reforma electoral».
El 12 de octubre de 1910 Saénz Peña asumió el nuevo gobierno y envió al parlamento el proyecto de «Ley de Sufragio» que establecía la confección de un nuevo padrón basado en los listados de enrolamiento militar, y el voto secreto y obligatorio para todos los ciudadanos varones mayores de 18 años.
La aprobación de esta ley fue un avance hacia la democracia participativa en la Argentina y la posibilidad de expresión de las fuerzas políticas opositoras.
Luego de más de cien años, la Argentina encaró un nuevo régimen electoral impulsado por el gobierno nacional, que estableció las internas abiertas, simultáneas y obligatorias para la elección de candidatos que luego participarán en los comicios generales.
Además de instaurar un sistema de elecciones internas, la ley prohíbe el aporte financiero de empresas en las campañas y la propaganda privada en los medios audiovisuales, y fija restricciones para la difusión de encuestas de intención de voto, entre otras cosas.
Establece, asimismo, que para participar en los comicios generales los candidatos deberán superar el 1,5 por ciento de los votos emitidos en las elecciones primarias.
Entre otros cambios importantes, la ley establece que para conservar su personería los partidos políticos deberán mantener en forma permanente el número mínimo de afiliados.
Al presentar el proyecto ante el Congreso, Roque Sáenz Peña también afirmó: «En este momento decisivo y único vamos jugando el presente y el porvenir de las instituciones. Hemos llegado a una etapa en que el camino se bifurca con rumbos definitivos. O habremos de declararnos incapaces de perfeccionar el régimen democrático que radica todo entero en el sufragio o hacemos otra Argentina, resolviendo el problema de nuestros días, a despecho de intereses transitorios que hoy significarían la arbitrariedad sin término ni futura solución».