Fragmentos de la reveladora biografía de Amalita Fortabat. “Sobres” para políticos, dictadura y amor por “Palito”.
Se acercaban las elecciones para el regreso democrático. El departamento de avenida Del Libertador era un desfile de operadores, amigos, candidatos. Antonio Cafiero, Fernando de la Rúa, Álvaro Alsogaray, Víctor Martínez, José María Dagnino Pastore, Adalbert Krieger Vasena, Arturo Frondizi. Cuki, a veces asistente, a veces dama de compañía y siempre persona de confianza puertas adentro de la residencia, los anotaba en la agenda del día para recibirlos en el living donde Amalita los dejaba siempre algunos minutos de más observando sus pinturas, su gusto, su lujo, su opulencia. En las reuniones sociales se divertía revelando la lista de poderosos que habían esperado en su sillón. “Debería ponerle una plaquita de bronce”, se reía. Amalita escuchaba, hacía pocas preguntas, jugaba a dispersarse; gozaba con el esfuerzo de su interlocutor por mantenerla entretenida. A veces, los despedía con sobres de papel madera bajo el brazo; solo variaba el volumen que lo inflaba, la generosidad del aporte. En la casa había siempre mucho efectivo.
Cada vez que la consultaban sobre sus preferencias de cara a las elecciones, Amalita remarcaba sutilmente que no existían solo dos partidos. Álvaro Alsogaray, un viejo conocido, era candidato de la más conservadora Unión de Centro Democrático.
El radical Raúl Alfonsín recorría el país. El 26 de octubre el candidato nacido en Chascomús hizo su cierre de campaña en el Obelisco ante una multitud histórica. Amalita estaba tan inquieta que sacó charla a sus mucamos: “¿Les parece que gana? ¿Se viene el zurdaje?”.
Poco después, el gobierno que había temido comenzaba a resultarle simpático. “Yo soy alfonsinista”, se definió ese año en “Tiempo Nuevo”, el histórico ciclo de Bernardo Neustadt. El conductor quería arrancarle a Amalita una promesa: lograr una reunión entre su amigo David Rockefeller y la Coordinadora radical.
No lo prometió ese día en televisión, pero la reunión con Rockefeller se hizo. Fue a instancias de Enrique “Coti” Nosiglia. Con 35 años, seguía siendo un referente de la juventud radical aunque pesaba más como hombre de confianza del presidente. Era un buen amigo para tener, y Amalita lo tenía. David Rockefeller estaba en Buenos Aires, y no iba a decirle que no a Amalita. La reunión fue un asado, por supuesto en Olavarría, y tuvo un carácter más que informal. Los jóvenes de la Coordinadora observaban la casa, el lago, el puente, la compañía y sentían –sabían– que estaban ante un poder menos efímero que el de la política.
AMORÍOS. Con su marido habían tenido crisis, más de una. La más severa se llamó José María Alfaro Polanco y era embajador de España. Era elegante, aristocrático, sibarita, bien dado. Su acento español y esa afición a recitar versos en el aire encantaban a las mujeres. En las reuniones de la alta sociedad de los ’70, muchos insistían en que Amalita alguna vez había sido la destinataria de sus dulces palabras. Fortabat no era ajeno a los chismes. Se dice también que Amalita dejó a Fortabat y se subió al avión privado dispuesta a fugarse. La historia dice que la aventura se frustró con un llamado oportuno del industrial, que habló a su esposa en pleno vuelo: “Las joyas que te llevaste son réplicas, querida. Las verdaderas están conmigo”.
Amalita, rendida, habría decidido aterrizar en el mismo lugar del que había partido. Puede ser que estuviera dispuesta a soportar el escándalo, pero no iba a soportar ser despojada de su dinero. Alfredo –aseguran– amenazó con dejarla sin nada.
MILITARES. Cuando el general Videla se arrogó la presidencia, apenas habían pasado dos meses de la muerte de Fortabat; Amalita estaba ocupada: tenía que descubrir exactamente de qué era dueña, cuánto había heredado, trasladar el cuerpo de su marido, ponerse al frente de las empresas. Quedó al frente de más de cinco mil obreros en las fábricas de Olavarría, Barker, San Juan, Zapala y Frías. Loma Negra S.A. producía 9.500 toneladas diarias de cemento.
La viuda tenía 54 años y comenzaba a ocupar el sillón Chesterfield que había sido de su marido. Desde la cabecera, presidía las largas mesas de reuniones atestadas de ejecutivos y químicos. Todos hombres y ella. Amalita mandaba. Estaba naciendo una nueva Amalita.
El cemento alimentaba la obra pública. La producción iba en aumento y las bolsas de Loma Negra estaban en todos lados: plazas secas, represas, autopistas. En 1977, la dictadura sancionó el Código de Planeamiento Urbano y la Ley de Ordenamiento Territorial, que planteaba las normas para la edificación. El Fondo Nacional de la Vivienda (Fonavi) fue una buena noticia para Loma Negra, que ganaría también con el Mundial de Fútbol de 1978 y las refacciones en los estadios que debían mostrar al mundo la mejor cara de la Argentina, que los militares pintaban derecha y humana.
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