La vida se desintegra en cuestión de días. El martes 11 por la noche, Jorge Néstor Mangeri (45), nacido en el barrio Barilari de San Miguel y apodado “Pupa” por sus íntimos, miraba desde la vereda con un gesto casual cómo la división Homicidios de la Policía Federal irrumpía en el edificio de Ravignani 2360, en Palermo. Mangeri se sentía en su territorio: se había desempeñado como portero de ese lugar durante los últimos diez años y allí también compartía un departamento con su esposa, Diana Saettone (42), en el octavo piso. Su cara era de asombro cuando escrutaba a los policías parados en la vereda que acababan de terminar un allanamiento clave para uno de los crímenes más conmocionantes de los últimos tiempos: el homicidio de Ángeles Rawson, una joven vecina del departamento A de planta baja, del mismo edificio. El portero no estaba de turno. Había presentado una licencia médica días antes y su reemplazo trabajaba en el lugar en ese momento. El día anterior lo pasó solo, ya que su mujer se encontraba en la casa de su familia desde varios días atrás, para evitar estar en su departamento mientras Mangeri lo pintara ese fín de semana. Al anochecer del lunes, mientras la familia de la adolescente denunciaba la desaparición, el portero fue a buscar a su esposa en auto a la casa de Raúl, el hermano de Diana en Tigre. Lo notaron pálido y dijo que estaba afiebrado. Después de cenar volvieron al edificio de Ravignani. La tarde de ese mismo martes, Mangeri –según fuentes del SUTERH, el sindicato al cual pertenece– se presentó en una clínica del gremio para hacerse ver por una angina. En ese entonces, su nombre ni siquiera era público. Los ojos de la fiscal Paula Asaro, a cargo de la causa, estaban puestos en la familia de Ángeles como la principal sospechosa del homicidio. Por eso había ordenado el allanamiento que ocurría en el mismo momento en que la adolescente era velada en Vicente López. Su padrastro, Sergio Opatowski, se había visto obligado a dejar el velorio para responder las preguntas de la Policía en su propia casa. Por esas horas, Mangeri era un personaje ignoto. A nadie se le había ocurrido preguntar por el portero, definido por la gente del barrio como “un tipo afable, de bajo perfil”, que lavaba obsesivamente su auto. Habilidoso con sus manos, como pocos a la redonda, había realizado unos canteros para la cuadra días antes, por encargo de los vecinos. Ángeles era una presencia constante en su vida: la conocía desde que tenía seis años. Su mujer se refería a ella como “Mumi”. Por eso a nadie le extrañó la presencia del portero aquella noche. El miércoles y el jueves no se lo vio y circuló la versión de que estaba desaparecido. Hasta a su mujer la sorprendió un llamado del viernes 14. Era Jorge García, un portero de Marcelo T. de Alvear al 900, muy amigo de Mangeri, para avisar que los días anteriores había llegado a su casa “hecho una piltrafa”, llorando sin parar. Pero el foco de la investigación iba a cambiar en cuestión de horas. Y Jorge Mangeri, un hombre del que pocos hablan mal en el barrio, se convirtió en un presunto asesino. Él mismo se autoincriminó frente a la fiscal Asaro, en un testimonio que todavía genera muchas dudas. Tenía que declarar como testigo, pero habló de más: ante los primeros signos de confesión, la fiscal frenó sus palabras, le pidió que se calle, que elija un abogado defensor y después lo imputó. “Soy el responsable de lo de Ravignani 2360; fui yo”, dijo el encargado ante los investigadores, según figura en el comunicado oficial del Ministerio Público. Y luego agregó: “Mi señora no tuvo nada que ver en el hecho”. LAS PRUEBAS. A renglón seguido, Asaro enumeró razones e indicios que la llevaron a sospechar del portero. Que compraba en el mismo supermercado cuya marca aparecía en la bolsa con la que se había asfixiado a Ángeles. Que no había saludado a la familia de la muerta.
Caso Ángeles: la vida del portero Jorge Néstor Mangeri
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