El boom de la soja en la Argentina, el principal producto de exportación del país, está relacionado con el uso de semillas transgénicas. La mala aplicación de herbicidas y pesticidas trae consecuencias sobre algunos sectores de la población rural
El peón de campo Fabián Tomasi no estaba entrenado para usar pesticidas. Tenía que llenar los tanques de los rociadores lo más rápido posible para que siguiesen fumigando, lo que frecuentemente implicaba ducharse en sustancias tóxicas. Hoy, a los 47 años, es un esqueleto en vida y le cuesta salir de su vivienda en la provincia de Entre Ríos.
La maestra de escuela Andrea Druetta vive en la provincia de Santa Fe, corazón de la zona de producción de soja argentina y donde está prohibido rociar agroquímicos a menos de 500 metros de las zonas pobladas. Pero se siembra y fumiga soja a 30 metros de su casa y sus hijos fueron rociados con veneno mientras nadaban en su piscina.
Luego del fallecimiento de su bebé recién nacido por una falla renal, Sofía Gatica hizo una denuncia que dio lugar a la primera condena que hubo en Argentina por el uso ilegal de sustancias agroquímicas. El veredicto del año pasado, no obstante, llegó demasiado tarde para sus 5.300 vecinos de Ituzaingó Anexo. Un estudio del Gobierno encontró niveles alarmantes de contaminación agroquímica en la tierra y en su agua potable, y un 80% de los niños examinados tenía rastros de pesticidas en su sangre.
La biotecnología estadounidense hizo de Argentina el tercer productor mundial de grano de soja, pero el uso de las sustancias químicas que potenciaron ese boom van más allá de los campos de soja, algodón y maíz.
The Associated Press documentó decenas de casos en provincias agricultoras donde se emplean sustancias tóxicas en maneras que no fueron previstas por las regulaciones señaladas por la ciencia o que estuvieran específicamente prohibidas por la ley, y en un contexto de pocos controles estatal. El viento arrastra los tóxicos, que quedan esparcidos en escuelas y viviendas al tiempo que han contaminado fuentes de agua. Los peones del campo manipulan las sustancias sin el equipo protector necesario y la gente almacena agua en contenedores de pesticidas que deberían haber sido destruidos.
Ahora los médicos advierten que el uso descontrolado de pesticidas puede ser la causa de crecientes problemas de salud que vienen experimentando los 12 millones de personas que viven en la vasta región agrícola de Argentina.
En Santa Fe, las tasas de cáncer son entre dos y cuatro veces más altas que el promedio nacional. En el Chaco, los defectos de nacimiento se cuadruplicaron desde que el uso de esta biotecnología aplicada al campo se disparara hace 17 años.
«El cambio en la forma de producir, francamente ha cambiado el perfil de enfermedades», dijo Medardo Ávila Vásquez, pediatra y cofundador de Médicos de Pueblos Fumigados, parte de un creciente movimiento que exige la aplicación de normas seguras en la agricultura. «Nos hizo perder una población bastante sana. Ahora vemos una población con altas tasas de cáncer, niños que nacen con malformaciones y enfermedades que eran muy infrecuentes».
Una nación que supo ser conocida por su ganado alimentado con pasto ha sido transformada, desde 1996, cuando la empresa Monsanto, con sede en Saint Louis, Missouri, convenció a Argentina de que la adopción de sus semillas y sustancias químicas patentadas aumentaría las cosechas y reduciría el uso de pesticidas. Hoy, toda la cosecha de soja y casi toda la producción de maíz y algodón están modificadas genéticamente. Las áreas de cultivo de soja se triplicaron y ahora abarcan 19 millones de hectáreas.
El uso de los pesticidas bajó al principio, pero luego repuntó y se multiplicó por nueve. De los 34 millones de litros de 1990 se pasó a casi 317 millones en la actualidad, a medida que los agricultores aumentaban sus cultivos, hasta un máximo de tres cosechas al año, mientras las pestes se hacían más resistentes a las sustancias.
En general, los agricultores argentinos aplican un estimado de 4,3 libras de agroquímicos por hectárea, más del doble de lo que usan los estadounidenses, de acuerdo con un análisis de la AP de datos del Gobierno y de la industria de los pesticidas.
El glifosato, componente clave de los pesticidas Roundup de Monsanto, es una de las sustancias químicas más usadas y menos tóxicas del mundo para eliminar la maleza. Es segura si se aplica debidamente, según muchas agencias reguladoras, incluidas las de Estados Unidos y Europa.
El pasado primero de mayo, la Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos aumentó el nivel aceptable de residuos de glifosato en alimentos tras llegar a la conclusión, basada en estudios presentados por la empresa, de que «hay una certeza razonable de que no causará perjuicios en la población en general ni en los bebés y niños por su exposición acumulada».
Argentina adoptó el modelo de Monsanto, pero la aplicación de las normas de seguridad varía, ya que en la regulación de la agricultura priman las 23 provincias, que tienen distintas normativas. El rociado está prohibido a menos de tres kilómetros de las zonas pobladas en algunas provincias, pero es permitido a 50 metros en otras. Un tercio de las entidades territoriales no prevén límite alguno y la mayoría no tiene políticas detalladas de cumplimiento de las normas.
Una ley nacional obliga a quienes aplican sustancias químicas que puedan amenazar la salud a adoptar «medidas eficaces para impedir la generalizada degradación del ambiente, sin importar costos o consecuencias». Pero la ley nunca se aplicó a la agricultura, según comprobó la Auditoría General de la Nación el año pasado.
En respuesta a numerosas denuncias, la presidente Cristina Fernández de Kirchner creó, en 2009, una comisión para que investigara a fondo la aspersión de agroquímicos. Esa comisión hizo público un informe de avance en septiembre del mismo año que dice que «es necesaria la ejecución sostenida en el tiempo de controles sistemáticos de concentraciones del herbicida y compuestos de degradación, como de estudios exhaustivos de laboratorio y de campo, que involucren a los formulados que contengan glifosato, como así también su(s) interacción(es) con otros agroquímicos, bajo las condiciones actuales de uso en nuestro país». La comisión, sin embargo, no se ha reunido desde 2010, según la Auditoría General.
Funcionarios del Gobierno insisten en que el problema no es la falta de investigación, sino la mala información que recibe la población.
«He leído infinidad de documentos, encuestas, videos en contra de la biotecnología, artículos en medios, en los universidades, tanto en Argentina como en Gran Bretaña, y realmente quienes leen todo esto se encuentran en una ensalada (se marean) y terminamos confundidos», dijo el ministro de Agricultura, Lorenzo Basso. «Creo que tenemos que repartir el compromiso de Argentina como productor de alimentos. Si no nos posicionamos en este principio, empezamos a cuestionar cuál es el modelo argentino».
En una declaración escrita, Monsanto dijo que «no aprueba el mal uso que se haga de los pesticidas o la violación de cualquier ley sobre el uso de plaguicidas, reglamentos o decisiones judiciales» que al respecto se hayan promulgado.
«Monsanto toma muy en serio la administración de los productos y nos comunicamos regularmente con nuestros clientes con respecto al uso adecuado de nuestros productos», dijo a la AP Thomas Helscher, vocero de Monsanto.
Modelo Monsanto
Argentina fue uno de los primeros países en adoptar el nuevo modelo de la agricultura biotecnológica promovido por Monsanto y otras empresas agrícolas estadounidenses.
En lugar de rotar la tierra abonada y rociarla de pesticidas, para luego esperar que las sustancias tóxicas se dispersen antes de plantar, los agricultoras hacen la «siembra directa» y luego rocían la zona sin dañar las cosechas que han sido modificadas genéticamente para que puedan tolerar determinadas sustancias químicas.
La siembra directa requiere mucho menos tiempo y dinero y permite al agricultor hacer más cosechas y cultivar incluso en tierras que antes eran consideradas poco rentables.
Las pestes, no obstante, se hacen resistentes de manera más rápida, sobre todo cuando se aplican las mismas sustancias químicas a cultivos modificados genéticamente en gran escala.
Por eso es que los agricultores usan glifosato, considerado uno de los herbicidas más seguros del mundo, en concentraciones cada vez más altas y lo mezclan con sustancias mucho más tóxicas, como la 2,4,D, empleada por los militares estadounidenses en lo que se bautizó como el «Agente Naranja» para deforestar las selvas durante la guerra de Vietnam.
En 2006, una división del Ministerio de Agricultura argentino recomendó que las etiquetas advirtieran que el uso de mezclas de glifosato y sustancias más tóxicas debe limitarse a «áreas agrícolas, alejadas de viviendas y centros poblados». Pero la recomendación fue ignorada, según la investigación de la Auditoria General.
El Gobierno cita investigaciones de la industria avaladas por la autoridad ambiental estadounidense, que el primero de mayo dijo que «no hay indicios de que el glifosato sea un químico neurotóxico y no hay necesidad de hacer un estudio» al respecto.
El biólogo molecular Andrés Carrasco, de la Universidad de Buenos Aires, dice que los cócteles químicos son alarmantes, pero que el glifosato por sí solo puede generar trastornos a la salud de los humanos. Comprobó que la inyección de dosis muy bajas de glifosato en embriones de ranas y pollos puede alterar los niveles de ácido retinoico, lo que causa defectos en la columna similares a los que médicos detectan cada vez más en comunidades humanas donde se usan agroquímicos.
El ácido, una especie de vitamina A, es fundamental para combatir el cáncer y desencadenar expresiones genéticas, el proceso por el cual las células embrión se transforman en órganos y miembros.
«Si es posible reproducirlo en el laboratorio, seguramente lo que está pasando en el campo es mucho peor», dijo Carrasco. «Y si es mucho peor, y sospechamos que es, lo que tenemos que hacer es ponerlo bajo una lupa».
Sus hallazgos, publicados en la revista Chemical Research in Toxicology en 2010, fueron rechazados por Monsanto, que dijo que «no sorprenden dada la metodología y los escenarios de exposición irreales».
Monsanto sostuvo, en respuesta a las preguntas de la AP, que los análisis de la seguridad de los químicos deben hacerse únicamente en animales vivos y que la inyección de embriones «es menos confiable y menos relevante en la evaluación de los riesgos para los humanos».
«El glifosato es menos tóxico que el repelente que pones en la piel de los chicos», dijo Pablo Vaquero, vicepresidente de Monsanto en Argentina y director de asuntos corporativos de la empresa en el Cono Sur. «Dicho esto, habría que tener una hojita de responsabilidad en el buen uso de productos, porque de ninguna manera pondría repelente en la boca de los chicos, y ningún aplicador ambiental debería utilizar un mosquito o un avión fumigador sin darse cuenta de las condiciones ambientales y las amenazas que hay a partir del uso del producto». En los campos, las advertencias son vastamente ignoradas.
Durante tres años Tomasi estuvo expuesto cotidianamente a los químicos al llenar de pesticidas los tanques que se usan para rociar los cultivos. Ahora está al borde de la muerte, víctima de una polineuropatía, una enfermedad neurológica que lo tiene sin fuerza, marchito.
«Preparaba millones de litros veneno sin ningún tipo de protección, como guantes, máscaras o vestimenta especial», dijo. «No sabía nada de esto. Aprendí después de hacer contacto con científicos. Los venenos vienen en bidones, son líquidos concentrados con un montón de precauciones que tomar al momento de aplicarlo». Pero «nadie toma precauciones».
La soja se vende a 500 dólares la tonelada y los agricultores la plantan donde pueden, ignorando a menudo las recomendaciones de Monsanto y las restricciones establecidas en las leyes de las provincias, pues rocían sin avisar a la población, incluso cuando soplan vientos.
En Entre Ríos, los maestros dijeron que no se respeta el límite establecido de no rociar a menos de 50 metros en 18 escuelas y que 11 de esos campos de cultivo fueron fumigados en plena clase. Cinco maestros hicieron denuncias a la policía este año.
La maestra Druetta denunció en Santa Fe que algunos estudiantes se desmayaron cuando los pesticidas entraron a las aulas y que el agua potable de su pueblo de Alvear está contaminada. Dice que la escuela carece de agua purificada y que un vecino mantiene congelados cuerpos de conejos y pájaros que cayeron muertos tras la aspersión con la esperanza de que alguien los estudie.
En la provincia de Buenos Aires está prohibido cargar o preparar equipos para fumigar en áreas pobladas, pero en pueblos como Rawson se rociaron los tóxicos al otro lado de la calle, donde hay viviendas y una escuela, y las sustancias tóxicas que se desbordan fueron a parar a una zanja.
Félix San Román dice que cuando se quejó de las nubes de sustancias químicas que llegan a su casa, los rociadores le dieron una golpiza que rompió su columna y algunos dientes. Afirmó que hizo una denuncia en 2011, que fue ignorada.
«Este es un pueblo chiquito donde nadie se enfrenta con nadie y las autoridades hacen la vista gorda», dijo San Román. «Sólo quiero que se aplique la ley existente, que dice que no se puede hacer esto adentro (a menos de) 1.500 metros. Nadie la respeta».
A veces hasta las órdenes judiciales son ignoradas. En enero, el activista Oscar di Vincensi se plantó frente a un tractor en un campo aledaño a una casa, mostrando un papel con un fallo que impide rociar a menos de 1.000 metros de las viviendas en su pueblo, llamado Alberti. El conductor del tractor lo ignoró y lo roció de pesticida.
El riesgo en la salud
El doctor Damian Verzenassi, director del programa de Medio Ambiente y Salud de la facultad de medicina de la Universidad Nacional de Rosario, decidió tratar de averiguar el motivo de un aumento en los casos de cáncer, defectos de nacimiento y pérdidas de bebés durante el embarazo en los hospitales de Argentina.
«No fuimos a encontrar problemas de agroquímicos», dijo el médico. «Fuimos a averiguar qué estaba pasando con la gente».
Desde 2010, hizo un estudio epidemiológico casa por casa que incluyó a 65.000 personas en la provincia de Santa Fe y comprobó que las tasas de cáncer son entre dos y cuatro veces el promedio nacional, incluidos el cáncer de pecho, de próstata y de pulmón. También se comprobaron altos índices de trastornos en la tiroides y de problemas respiratorios crónicos.
«Puede estar vinculado con los agrotóxicos», dijo Verzenassi. «Hacen los análisis de toxicidad sobre el primer ingrediente, pero nunca han estudiado las interacciones entre todos los químicos que están aplicando.
La médica María del Carmen Seveso, quien dirige desde hace 33 años las unidades de terapia intensiva y comisiones de ética en hospitales del Chaco, se alarmó al ver que, según certificados de nacimiento, los defectos congénitos de los bebés se habían cuadruplicado, de 19,1 a 85,3 por cada 10.000 nacimientos, desde que se aprobó la siembra de cultivos modificados genéticamente hace una década.
Empeñada en hallar las causas, Seveso y su equipo médico encuestó a 2.051 personas en seis pueblos del Chaco. Comprobó que hay más enfermedades y defectos en los pueblos agrícolas que en pueblos ganaderos. En Avia Terai, el 31% de los consultados dijo tener un familiar que contrajo cáncer en la última década, comparado con el 3% del vecino pueblo ganadero de Charadai.
Al visitar estos poblados rodeados por cultivos, la AP encontró rastros de sustancias químicas en sitios donde se supone que no deberían estar.
Claudia Sariski, cuya casa no tiene agua, dice que no deja que sus mellizas beban el agua almacenada en contenedores donde hubo sustancias químicas que tiene en el patio trasero. Pero sus pollos lo hacen, y ella usa esa agua para lavar la ropa.
«Preparan las semillas y el veneno en sus casas. No se ha tomado conciencia de lo que están haciendo», dijo la agrimensora Katherina Pardo. «Es muy común, tanto en Avia Terai como en pueblos vecinos, que usen los recipientes usados para abastecer de agua la casa. Como no hay agua potable, la gente los usa igual. Son gente muy práctica».
El estudio detectó enfermedades que, según la médica Seveso, antes no eran comunes, como defectos de nacimiento, deformaciones del cerebro, médulas espinales expuestas, ceguera o sordera, lesiones neurológicas, infertilidad y problemas inusuales en la piel.
Aixa Cano, una niña de cinco años, tiene verrugas peludas en todo el cuerpo. Su vecina Camila Verón, de dos años, nació con varios defectos. Los médicos les dijeron a las madres que los agroquímicos podrían ser responsables.
«Me dijeron que fue lo que tomaba, que está en el agua porque tiran mucho veneno acá cerca», dijo la madre de Camila, Silvia Achaval, señalando hacia su hija. «Los que dicen que tirar veneno no tiene efecto… no sé qué sentido tiene, porque allí tiene la prueba».
Es casi imposible demostrar que la exposición a una sustancia química específica puede haber causado el cáncer o defectos de nacimiento en una persona. Pero, al igual que otros médicos, Seveso dice que los resultados en Chaco hacen necesaria una rigurosa investigación del Gobierno.
Su informe de 68 páginas, sin embargo, fue archivado por un año en el Ministerio de Salud del Chaco. Finalmente, se filtró una copia, que fue distribuida por internet. «Hay cosas de las que no se habla, cosas que no se escuchan», dijo Seveso. Los científicos dicen que sólo estudios más amplios, a largo plazo, pueden descartar a los agroquímicos como causantes de estas enfermedades.
«Es por ello que hacemos estudios epidemiológicos de males cardíacos, problemas con el cigarrillo y todo tipo de cosas», dijo Doug Gurian-Sherman, ex regulador de la Agencia de Protección Ambiental estadounidense que ahora colabora con la Union of Concerned Scientists. «Si tienes indicios que revelan graves problemas de salud, no esperas hasta tener pruebas absolutas para tomar medidas».