Josef Guz, apicultor de 76 años, residente en Katowice, Polonia, por poco fue enterrado en vivo. Lo salvó la avidez de sus herederos. Aquel día, Josef fue como siempre a ver sus abejas, pero perdió el conocimiento y se cayó. La esposa llamó la ambulancia. Llegó un médico con mucha experiencia en cuidados intensivos. Vio que el paciente no respiraba y no tenía pulso. Además su cuerpo ya estaba enfriado. Tenía todos los indicios de la muerte. El galeno la constató oficialmente y se fue. Arribó un empleado de la funeraria. El yerno le pidió quitarle el reloj al «difunto» como un recuerdo. Luego la viuda dispuso hacer lo propio con la cadena. Cuando el empleado tocó el cuello del «finado» sintió un débil pulso. Se hizo una nueva llamada al centro de asistencia médica urgente. Llegó el mismo médico, que esta vez registró un pulso de 20 a 30 latidos por minuto, tres veces más lento que el normal. Josef fue llevado a la sección de reanimación, y pasadas unas semanas regresó a casa para seguir cuidando de sus abejas. El empleado de la funeraria diría más tarde que al llegar lo vio cubierto de una sábana blanca. Los doctores de Katowice calificaron ese caso como cese provisional de las funciones vitales, el primero en su práctica.
El muerto que resucitó cuando le quisieron quitar el reloj
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