Por Lucia Toninello Diego Cabrera nació sano y a los nueve meses tuvo una enfermedad llamada síndrome urémico hemolítico, que afecta principalmente los riñones. Corría el año 1981 y la afección era poco conocida, por lo que Diego pasó mucho tiempo internado en el bonaerense hospital Posadas hasta que finalmente dieron con un diagnóstico y consiguió el alta médica. «Gracias a los grandes médicos que tenía ese hospital me sacaron adelante, pero los riñones quedaron muy resentidos. Hice una vida normal, aunque con chequeos, hasta que a los 27 años empecé a decaer y tuve que comenzar diálisis tres veces por semana por cuatro horas diarias, por lo que dependía de una máquina para poder vivir», contó a Télam. El joven recordó que fue «una experiencia terrible y muy traumática», y que su familia lo veía llegar de las sesiones muy deteriorado. «Un día llegué de una de las sesiones muy mal y decidí hablar con mis dos hermanas y mi mamá. Les dije que no soportaba más estar así y les pedí ayuda, así que hablamos con el médico y comenzaron los estudios para saber quién tenía compatibilidad conmigo», dijo. Como su mamá no era compatible, analizaron a la mayor de sus hermanas y resultó que la compatibilidad era del 94 por ciento. «Nunca tuve una gran relación con mi hermana mayor, pero a la hora de darme un pedazo de su carne no dudó en ayudarme. La vi como una Virgen por hacer eso por mí, mi hermana me estaba extendiendo la vida y el sentimiento era inexplicable», recordó emocionado. Diego recibió el riñón de su hermana en 2010. Hoy tiene 35 años, vive en Buenos Aires y goza de un excelente estado de salud: «Me hice fanático del deporte y corrí maratones de cinco y diez kilómetros, nado 4.000 metros por semana y estoy muy enamorado de mi novia», agregó feliz. Cristian «Tato» Garrido no sólo comparte con Diego la experiencia del trasplante, sino que también es deportista. «Al año de vida les dijeron a mis padres que tenía fibrosis quística, una enfermedad genética que afecta principalmente pulmones y sistema digestivo, y diagnosticaron que yo viviría sólo hasta los 18 años», contó a Télam. Fue entonces cuando sus padres decidieron darle la mejor calidad de vida posible durante el tiempo que estuviera vivo, y le enseñaron «la importancia de ser responsable y constante». «A veces venía cansado de todo el día y de todos modos me quedaba haciendo mi terapia respiratoria, porque sabía que eso podía significar un día más de vida», señaló. Tato superó el pronóstico inicial, pero a los 20 años tuvo una infección respiratoria que lo dejó con el 20 por ciento de su capacidad pulmonar, un estado físico muy débil, dependencia de una máquina de oxígeno y ayuda mecánica para dormir por las noches. «Fue ahí cuando el médico me dijo que existía la posibilidad de un trasplante y decidí que aunque fuera difícil si había una posibilidad para vivir, iba a luchar por ella. Entré en lista de espera y recurrí a la constancia que me habían enseñado mis padres, porque cada día podía ser el último para mí», recordó con emoción. Finalmente, el 15 de febrero de 2012 a las 15.30 Tato recibió el llamado que esperaba: había un posible donante. Se internó en la Fundación Favaloro y cuando despertó, el 16 de febrero, dolorido y lleno de tubos, sintió que algo lo ahogaba en el pecho, pero ya no por falta de oxígeno. Tato pudo por primera vez inflar sus pulmones. «A partir de ahí fue volver a empezar. Todo era muy lindo porque podía hacer cosas que antes no, podía bañarme sin cansarme, podía comer sin parar a buscar aire, pero yo sentía algo que no podía definir, el sentimiento de que alguien se había muerto para que yo estuviera acá. Me costó mucho asumir eso, pero hoy soy deportista, nado en aguas abiertas y por suerte pude colgarle muchas medallas a mi donante», contó. Tato tiene ya 25 años y siente que «todos estamos de alguna forma en lista de espera». «Todos estamos esperando siempre que algo nos suceda: formar una familia, terminar una carrera o una oportunidad labora
La vida después de un trasplante: usar el miedo para salir adelante
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