Por Natalia Gelós | Novedades de Babel –
El pelo recogido en un trenzado a la nuca. El gesto que delata el pasado de niña inquieta, de mujer rebelde. Los gatos. Algún cigarrillo en el pasado. Tenía 94 años, varios premios, entre ellos, un Nobel, y muchas, muchas novelas, y murió este 17 de noviembre en Londres, allí, donde decidió empezar su carrera como escritora.
Aunque Doris Lessing nació en Irán (cuando todavía era llamado Persia) en 1919, con el nombre Doris May Tayler, fue África el continente que la vio leer esos libros que su madre se encargaba de encargar con meticulosidad. Sus padres eran británicos y pasó su infancia en Zimbabwe, entonces territorio que recibía a una gran población de europeos y que acentuaba así las grande diferencias entre blancos y negros. Allí creció la escritora, en una choza de barro y techo de paja, entre los enfrentamientos con su madre, los conflictos raciales y la atracción por un paisaje imponente de sabana.
A los trece años se fue de su casa. Tuvo tres hijos y dos maridos. Con uno de sus hijos, el menor, fue que viajó a Londres a sus 31 años, cuando ya tenía terminada Canta la hierba, su primera novela. Todo el resto lo dejó atrás. De su pasado amoroso, luego diría: «Creo que el matrimonio no está entre mis talentos. He sido mucho más feliz cuando no estuve casada que cuando lo estuve. Soy una persona incasable. No puedo imaginarme un matrimonio que tenga sentido para mí. Una vez pasados los 30 años, creo, resulta cada vez más difícil casarse para una mujer. Es fácil cuando se es una adolescente; a lo mejor ahí reside el mecanismo para la continuación de la especie». Su novela, en tanto, le daría una razón: su talento pasaba por otro lado, por la escritura, en tramas que narran, sobre todo, las situaciones de las minorías.
En los sesenta y los setenta militó a favor del feminismo y el socialismo. Su libro, El cuaderno dorado, publicado en 1962, es una bandera de esas causas, y narra la historia de una escritora que escribe su propia vida. Fueron muchas las novelas y los cuentos que se siguieron entre esta y la llegada del Premio Nobel en 2007. También, fueron muchos los cambios: el de género literario fue uno de los más fuertes, al menos, para sus lectores, que con su incursión en la ciencia ficción se mostraron decepcionados ante libros como Shikasta.
Cuando la premiaron con el máximo premio literario, fue su editor el que leyó el texto que ella mandó desde su casa, ya que estaba muy enferma y no había podido asistir. Para ese momento, en el que sabía que el mundo entero posaría sus ojos en ella, en sus palabras, decidió evocar a Zimbawe, en una de sus visitas, en la década del ochenta: la escuela donde trabaja un amigo, la corrupción, el hambre, y el pedido de libros de la gente del lugar; gente que sabe leer, que quiere leer, pero no tiene libros. «La escritura, los escritores, no provienen de casas sin libros», decía, alertando sobre la necesidad de atender a ese pedido.
El premio fue polémico. Cuando dieron a conocer su nombre, el crítico Harold Bloom se quejó, dijo que en las últimas décadas su escritura se había transformado en un «ladrillo», en «ciencia ficción de cuarta categoría». Sobre ella, en cambio, dos autoras argentinas escribieron halagos. María Elena Walsh, por ejemplo, al afirmar: «La obra de Doris Lessing ha sido definida como una incesante búsqueda de la lucidez. Quizá por eso, en nuestro subdesarrollo cultural, la crítica pacata crepuscular suele comentarla tenuemente.»
La escritora y periodista María Moreno, en tanto, la relacionó con Borges: «Lessing y Borges tienen algo en común: carcajearse con una crítica que ni siquiera puede lidiar decentemente con un tema en el que deberían ser expertos: la atribución». Fueron muchos, en realidad, quienes la consideraron una de las escritoras más influyentes del siglo XX y por eso el Nobel fue el máximo galardón de una tanda de muchos, entre los que se contó, también, el Príncipe de Asturias, en el 2001.
Vivía en Londres, a donde se fue al inicio de su carrera. Todavía hablaba con pasión y furia de lo que ocurría en África, del hambre y la pobreza en el país que la vio nacer; decía que odiaba a Irán; había recorrido Afganistán y señalaba a los soviéticos como los responsables del caos y la violencia y la pobreza en ese país. Sabía y se comprometía con Oriente y África. Con su pasado.
Entre más de medio centenar de libros; entre guerras, entre su hijo, su gato, y el descreimiento al amor eterno, a los fundamentalismos ajenos y a los propios; entre esas cosas pasaron los noventa y cuatro años de vida de esta autora. En una entrevista del diario El País, hace un par de años, le recordaban eso que ella tantas veces contó: esa infancia transcurrida entre leer y comer naranjas, y soñar. «Sigo soñando -respondió ella-, pero ya no como naranjas. Soy demasiado vieja para comer naranjas. Eso es hacerse vieja: no como de esto, no como de lo otro… Pero sigo leyendo mucho, y soñando».