Sam Berns se sentía afortunado con los padres que le habían tocado en la lotería. Ciertamente lo era. Se dedicaron los últimos 15 años de su vida a buscar un tratamiento que mantuviera a Sam con vida más allá de la adolescencia. Había nacido con una enfermedad congénita, progeria, que le hacía envejecer a pasos agigantados a pesar de su minúscula estatura. Vivió 17 años, una edad considerable para alguien con una alteración genética que se da en uno entre 6 millones de nacimientos.
Los padres de Sam Berns, ambos pediatras, crearon la Progeria Research Foundation en 1999, organización que confirmó el fallecimiento del chico.
Nació en Providence (Rhode Island) y le diagnosticaron la enfermedad cuando apenas tenía dos años. Su cara era la de un anciano y las manos y las piernas estaban deformadas por la artrosis. Eso no le impidió participar en la vida del colegio.
«Life According to Sam» (La vida según Sam) es un documental grabado durante tres años, que lo tiene como protagonista. Muestra lo que significa que el cuerpo vaya por un lado y la mente por otro como algo normal. Sam permitió que las cámaras lo siguieran de los 13 a los 16 años con una condición: «No me mostré ante ustedes para que se compadezcan de mí. Lo que quiero es que me conozcan. Esta es mi vida».
«Ya está», decía orgulloso en su clase de matemáticas cuando resolvía un problema. Le gustaban las ciencias, los cómics y hacer esculturas. Pero su gran sueño era tocar el tambor en la banda del instituto de Foxborough, donde vivía. Había un pequeño problema: pesaba 18 kilos y Sam, 22. Sus padres encontraron a un ingeniero que le fabricó uno de dos kilos. Sam finalmente desfiló. Un ejemplo de vida.