CASINOS PORTEÑOS
Por lo menos en lo formal, la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires no admitía tener un
casino. Pero el gobierno nacional no sólo le impuso uno
en el puerto, en 1999, sino que luego le sumó otro, en
el mismo lugar y desde comienzos del año actual |
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Al margen de que la prohibición de las
salas de juego en el territorio metropolitano tuvo respaldo legal
durante muchísimo tiempo, la actividad de los casinos flotantes es
una contribución nada desdeñable al pernicioso e inadmisible fomento
de los juegos de azar. Se trata de seudoentretenimientos que en nada
se condicen -como se ha insistido una y otra vez en esta columna
editorial- con las necesidades vitales de una sociedad que está
agobiada por la desocupación, la inseguridad, las deficiencias de
sus sistemas educativos y la pobreza.
Bastarían esas objeciones para demostrar que la imposición de esas
salas de juego, que funcionan bajo el indebido amparo del gobierno
nacional, es francamente inaceptable. Pero ocurre que, además, su
existencia representa otro avasallamiento flagrante de las
facultades autonómicas porteñas, lo cual dio lugar a una poco
edificante pugna entre la justicia local y la justicia federal.
El lunes último, a las 17, el juez en lo contencioso administrativo
y tributario porteño Roberto Gallardo clausuró, con la colaboración
de la Policía Federal, el barco casino Princess, anclado en la
dársena sur del puerto Madero. No obstante, casi cinco horas más
tarde, el juez en lo contencioso administrativo federal Sergio
Fernández les ordenó a efectivos de la Prefectura Naval retirar las
fajas de clausura, so pretexto de que los casinos están en el puerto
y esa zona todavía está sometida a la jurisdicción nacional.
Esa controversia surge de la preexistente colisión de un precepto
constitucional y una ley de la Nación. El artículo 129 de nuestra
Constitución Nacional establece que "la ciudad de Buenos Aires
tendrá un régimen de gobierno autónomo, con facultades de
legislación y jurisdicción (...) Una ley garantizará los intereses
del Estado Nacional mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital
de la Nación...". Y esa ley, en su artículo 3, dispone: "Continuarán
bajo jurisdicción federal todos los inmuebles sitos en la ciudad de
Buenos Aires que sirvan de asiento a los poderes de la Nación, así
como cualquier otro bien de propiedad de la Nación o afectado al uso
o consumo del sector público nacional". Tal como si el embrollo
jurídico que de allí surge no fuese de por sí complejo, la
Constitución de la ciudad consigna en el último párrafo de su
artículo 8 que "el puerto de Buenos Aires es del dominio público de
la ciudad, que ejerce el control de sus instalaciones, se hallen o
no concesionadas". Casi está de más aclarar que los titulares de la
concesión de los casinos y el magistrado federal se han atenido al
texto de la denominada ley de garantías para impugnar y no hacer
lugar, respectivamente, a lo resuelto por el juez local Gallardo.
Este incidente reviste singular significación institucional: ¿la
autonomía de nuestra ciudad es plena, salvo cuanto pudiere hacer a
los intereses del gobierno federal, según reza la Constitución, o
semiplena, de acuerdo con las restricciones dictadas por la también
llamada ley Cafiero?.
Estas son las consecuencias de las postergaciones que, por
indiferencia de ambos gobiernos, el nacional y el porteño, ha venido
sufriendo el tratamiento de la solución de ese dilema, no tan nimio
como pudiera parecer: sólo la pugna en torno del Casino involucra
3760 millones de pesos anuales en apuestas, de los cuales el 20 por
ciento queda en manos del Estado. Es de suponer que la defensa de
los intereses de la Nación no debería implicar la instalación y
habilitación de casinos portuarios
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