CRISTINA KIRCHNER
, LA PRESIDENTA
Cristina Fernández de Kirchner, la
primera mujer elegida por el voto popular para conducir el destino
de la Argentina. Sueños, ambiciones y secretos de alguien para quien
la llegada al poder se transformó en una obsesión
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A pesar de que
Isabel Perón los gobernó durante casi dos años, los argentinos nunca
confiaron su administración a una mujer. Mañana tendrá lugar esa
rareza estadística, casi oculta detrás de ministros que permanecen,
programas que se reafirman y una solidaridad simbiótica de la señora
de Kirchner con el gobierno de su marido. Acaso fue necesario
disimular, detrás de esa inercia, la metamorfosis colectiva que
podría entrañar el cambio de la condición de senadora a la de
Presidenta.
Lo canta Caetano Veloso: “De cerca, nadie es normal”. No es extraño
que Cristina Elisabet Fernández sea otra vez, el 10 de diciembre de
2007, el sujeto de una ambivalencia. La de una continuidad en el
cambio que impidió hasta ahora discernir su administración de la de
su esposo. Esa ambigüedad es política, pero también personal. Muchos
de los que se acercan a la biografía de la nueva Presidenta se
sorprenden de cómo su vida parece impulsada por una fuerza
vectorial, una precoz obsesión por construirse a sí misma, por
corregir lo dado. Del mismo modo que salta a la vista una misteriosa
abnegación, gracias a la cual esa autonomía se vuelve instrumental.
Se obsequia a otro. A Néstor Kirchner. La ecuación del matrimonio se
vuelve ahora política, estatal.
Cuando Cristina Fernández nació, el 19 de febrero de 1953, Eva Perón
había fallecido hacía ya 7 meses y Ringuelet era todavía el suburbio
de un suburbio. Un caserío humilde, en las afueras de La Plata, con
quintas y baldíos. Se sabe poco del tiempo transcurrido en ese
entorno. ¿En qué infancia no hay un misterio? Cristina contribuyó a
crear el suyo con un cuidadoso silencio sobre aquellos años
iniciales de los que apenas llegan algunas fotos: al año, soplando
la velita; a los nueve, vestidita con el traje de danzas. Ni el
nombre de la escuela primaria se sobrepone a esa edad oscura.
Los relatos de amigos y la biografía autorizada que publicó Olga
Wornat, Reina Cristina, aportan poco. Una madre fuerte, Ofelia
Wilhem, militante sindical en la Asociación de Empleados de Rentas e
Inmobiliario (AERI) y reconocida “tripera”, fanática de Gimnasia y
Esgrima La Plata, a cuyas improbables hazañas asiste con camiseta y
gorro azul y blanco. A doña Ofelia le prohibieron integrar la lista
encabezada por el polémico Juan José Muñoz para conducir el club.
Razones de Estado.
La señora Wilhem fue el eje de esa casa. En cambio, papá Eduardo fue
un colectivero ausente que se integró a la familia cuando Cristina
tenía dos años y estaba en camino su hermana, Giselle. Entonces se
formalizó el matrimonio. Eduardo Fernández murió en 1982. “Con su
hija mayor tuvo siempre poco diálogo y escasas manifestaciones de
afecto”, dice alguien que lo conoció. Su lugar en la vida de
Cristina lo ocupó, especula Wornat, el tío Osvaldo Fernández, que
murió bajo la balacera circunstancial de un enfrentamiento entre
guerrilleros y policías, en 1974.
Giselle estudió medicina. Ejerce esa profesión desde hace más de 15
años, superados ya algunos altibajos anímicos, en el mismo
sanatorio: el Hospital Rodolfo Rossi, de La Plata. Esta otra doctora
Fernández es apreciada por sus colegas como una gran profesional.
Jamás movió un dedo para aprovechar en su carrera el poder de la
hermana y el cuñado. “Eso sí, no te le pongas en el camino si se le
cruza algo en la cabeza porque es capaz de pasarte por encima”,
aconseja otro médico del servicio de terapia intensiva. Aires de
familia.
El abuelo materno y una tía soltera completaron el entorno inicial
de la nueva Presidenta.
Los amigos de la secundaria, el primer novio, quienes la conocen de
antaño, subrayan la energía que puso siempre Cristina en silenciar
aquel pasado, en no hablar de la familia, en no franquear la
intimidad de esa madre enérgica, de ese padre intermitente, de esa
hermana frágil y estudiosa. Hasta para los más compinches la
penumbra de Ringuelet estuvo vedada. Cuenta Wornat: “Según
testimonios de amigos que conocieron a Cristina en aquellos tiempos
adolescentes, nunca le gustó exponer a la familia, ni siquiera en
sus años más precoces, cuando la celebridad quedaba muy lejos. Sus
antiguas compañeras de colegio coinciden en lo mismo: «Nunca íbamos
a su casa, no nos invitaba, nos recibía en la puerta o, apenas, en
el living»”.
Cristina es adolescente y el álbum se vuelve más numeroso. En todas
las fotos está al aire libre. Consiguió salir de casa. El ambiente
social parece ahora más elevado, con nuevas amistades. Una prima,
María Silvia Rodríguez, le abre las puertas del Jockey Club de La
Plata. Ella se adapta con facilidad. Le agrada ser aceptada. Es
obsesiva con el aspecto, como lo será toda la vida. En Río Gallegos
recuerdan que, 22 años más tarde, mientras se seguía el juicio
político al gobernador Del Val, la casa de gobierno fue tomada a
tiros por un grupo de policías rebeldes. Ella llegó al lugar mucho
más tarde que Néstor, su esposo, quien para aquella época ya
cultivaba la impuntualidad. A Cristina le pareció lógica la demora:
“Es imposible que salga de casa sin arreglarme”.
El cuidado por el aspecto es tan obsesivo que hasta en ella desata
humoradas: “Yo ya nací maquillada”, suele decir. Es un lugar común
del relato sobre Cristina su placer por la ropa y los accesorios.
Con el tiempo, el gusto se fue sofisticando, sobre todo con los
viajes al exterior, reducidos por los Kirchner a Miami y Nueva York
antes de llegar a Olivos. A estas alturas, los trajes y vestidos
deben ser de Susana Ortiz; los zapatos, de Claude Bernard o –pocas
veces– Ricky Sarkany. Las carteras, de Hermès o Channel –alguien
deberá desmentir algún día el mito Louis Vuitton–, igual que los
perfumes o algún trajecito. A veces condesciende a un bolso Peter
Kent. Las cremas se compran, por lo general, en el exterior –maldita
rosácea que la mortifica desde joven y la obliga a protegerse del
sol como de un enemigo– y en cada puerto hay que detectar dónde está
la mejor peluquería, capaz de equiparar la de Alberto Sanders en
Buenos Aires. Incógnitas que los diplomáticos resuelven con soltura:
Zulemita Menem los entrenó en rutinas muchísimo más exigentes.
El poder permite aumentar el placer por los detalles. En la agenda
del último viaje de Cristina a Manhattan se consignaba el color de
las paredes, los muebles y manteles que la rodearían en cada
aparición: en la Universidad, en el Council of the Americas o en la
sede de Times. Una oportunidad para combinar los colores y reducir
el error a cero.
Ese perfeccionismo, homenaje a la mirada de los otros, sería
intrascendente si no mutara en política. Pero, convertido en insumo
de la acción de gobierno, la pulsión por ser aceptada podría guiar
una orientación más general. Tal vez condicione las relaciones con
la prensa, de la que ella está más pendiente que acaso todos sus
antecesores. O determine una nueva forma de intercambio con el
mundo. Es lo que creen algunos observadores del oficialismo:
“Todavía no sabemos si Cristina tendrá una política exterior, pero
es evidente que valora más que Kirchner las relaciones públicas
internacionales. Hay lugares en los que ella busca agradar y que a
Kirchner le son totalmente indiferentes. O, peor, en los que él cree
sacar ventaja del conflicto. Eso no es política exterior. Pero puede
derivar en una política exterior”.
A los 15 años, en las fotos luce bella, delicada, abstraída.
Consigue poner la mente en blanco, raro en ella. Está en el bosque
de La Plata. Se la ve apoyada sobre la reja del zoológico o sentada
a los pies de un eucalipto. Fuma, se arregla el pelo. El que la
sigue con la cámara es Raúl Cafferata, su primer novio, un poco
mayor. Juega al rugby y pertenece a una familia de la mediana
burguesía platense: su padre era el tesorero de gobierno. Va al San
Luis, el colegio marista. Detalles cruciales en una ciudad que
presume contar con una aristocracia imaginaria, cuanto más
aspiracional, más elitista y conservadora, como suele ocurrir en las
urbanizaciones cuando son recientes. La incorporación a ese circuito
requirió, entonces, prestar mucha atención a las marcas de estilo.
Después de haber pasado por el popular mercantil, de 46 y diagonal
80, ella iba al Misericordia, muy de clase media.
Cristina mira jugar a Cafferata desde el costado de la cancha. Otra
foto. Luce los oxford a la moda, estilizada, con interesante cuidado
de la ropa. Sigue fumando. Carlos Bettini, niño rico y casi hermano
del “Lagarto” Cafferata, sostiene un paraguas cerrado entre las
manos. La chica que está a su lado lo tendrá como su embajador en
España. Pero faltan más de 30 años. La última foto que se tomaron
juntos es de agosto. Fue sacada en Palma de Mallorca. Están dentro
de un lujoso auto oficial. Entran en el palacio de verano para ver a
los reyes Juan Carlos y Sofía. Magnífica carrera.
El ingreso en la Universidad siempre es iniciático. Cristina
Fernández primero pensó en ser psicóloga. Se arrepintió al año. En
1973 entró en Derecho. La casa de Ofelia quedó más lejos. Seguían
las salidas para bailar en boliches o ir al club San Luis. Desde
entonces dura la amistad con Ofelia Cédola, “Pipa”, compañera de
facultad que por entonces noviaba con el radical Leonardo Luchesi y
ahora secunda a Carlos Zannini en la Secretaría Legal y Técnica.
En 1973 Cristina conoció a Néstor y, al cabo de unos meses, terminó
su relación con Cafferata. Aquel joven santacruceño, desgarbado, de
cabellos largos y lentes grosísimos, ya intervenía en política.
Cursaba Derecho desde 1969 y se había incorporado a la Federación
Universitaria para la Revolución Nacional (FURN). La Plata vivía en
ese entonces su “mayo francés”, en cámara lenta, pero impactante
para un joven educado en el encierro de un hogar patagónico de
inmigrantes alemanes, suizos y croatas. La FURN competía con la
Federación Universitaria La Plata (FULP), donde prevalecían los
radicales, que controlaban el Centro de Estudiantes de la facultad.
Quienes recuerdan al Kirchner de aquellos años, sonríen. Era un
muchachote gracioso, parlanchín, hijo de una familia principal de su
provincia, más fascinado por el activismo político que por el
aprendizaje de las leyes. Algunos de sus antiguos compañeros están a
su lado todavía. Carlos “Cuto” Moreno, en la Cámara de Diputados.
Marcelo Fuentes, en la Cancillería. Juan Carlos Oliva Maturano, en
Legal y Técnica. La participación política de estos jóvenes era
satelital, ajena al núcleo más violento de la izquierda peronista.
Ninguno de ellos alcanzó la jerarquía de un Carlos Kunkel, quien por
entonces se convertía en diputado nacional. Pero tenían un dinamismo
y una retórica encendida capaz de capturar a esa chica que todavía
buscaba un lugar social y emocional adonde mudarse desde el
contrariado hogar de Ringuelet.
Aquel novio Cafferata se enteró pronto de que Kirchner y la vida
política se habían convertido en un imán para Cristina. Al poco
tiempo de conocer al santacruceño, ella dejó al rugbier. Comenzó a
transformarse, no sin cierta impostación, de novia en compañera. El
nuevo vínculo se oficializó el Día de la Primavera de 1974. El
picnic, como siempre, en el parque Pereyra. Ella dice que Kirchner
la sedujo con su locuacidad. Quien mire una foto de época del
Presidente puede pensar que no había otro remedio. El no recuerda lo
que dijo: “Estaba borracho”, alega. Romanticismo, cero. Igual que
ahora.
Los días de Cristina comenzaron a transcurrir entre reuniones
políticas y pensiones universitarias en las que los jóvenes del
interior ensayaban una independencia que envidiaban los hogareños
chicos de La Plata. De esos años, que se sucedieron en el discutible
izquierdismo que ofrecen los peronistas, datan algunos hallazgos
cruciales para la nueva Presidenta. Por ejemplo, la noción
–asombrosa para cualquier adolescente– de que las ideas pueden
encubrir intereses. El descubrimiento, muy de época, del
imperialismo como factor de la política internacional, que ahora
sólo sirve para justificar la ignorancia del inglés: “Para nuestra
generación –suele exagerar Cristina– ese idioma sólo servía para
decir yankees go home”.
También de aquella temprana socialización deriva una tendencia a
cuestionar las burocracias establecidas, a buscar la disrupción.
Destilada por los años, esa inclinación puede inspirar discursos
reformistas, convocatorias a una institucionalidad superior. Claro,
en aquellos jóvenes la adhesión a formas mentales de la izquierda
convivía demasiado bien con el componente decisionista, si se quiere
autoritario, propio de las agrupaciones peronistas y que describió
bien Pablo Giussani en su Montoneros, la soberbia armada. También
hay que buscar en aquellos años de juventud el origen de un modus
operandi que, acaso, todavía caracteriza la toma de decisiones del
Gobierno. Un dirigente peronista que actuó por entonces y en ese
ambiente, define: “Los Kirchner son herederos de un modo de
conducción propio de la orga. En eso son setentistas puros. Hay un
grupo cerrado, hermético, minúsculo, donde se toman las decisiones.
Sólo allí se delibera. Y lo que resuelven se baja al resto, del que
sólo se espera acatamiento. Ejecutores irreflexivos como Julio De
Vido o Guillermo Moreno sólo son apreciables en ese orden de
funcionamiento”. Categorías, formas de la visión y la sensibilidad
que acompañan a Cristina hasta ahora.
En aquellos años comenzó a brillar en ella ese talento para la
argumentación que hoy le reconocen amigos y enemigos. Y, junto con
eso, una valoración especial, es posible que exagerada, de la
inteligencia, que la seduce aun en los adversarios. Todavía hoy su
destreza retórica lleva aquella marca universitaria. Es una forma de
razonar que no pretende convencer sino vencer. Se aprende en las
asambleas universitarias más que en la serena y rigurosa discusión
académica. Quienes conocen de cerca a la nueva Presidenta hacen
notar ese rasgo dominante de su discurso: “No hay que pedirle
consistencia científica. Es la oratoria de quien propone doblegar al
adversario con una dialéctica de plazo fijo, cuya validez se agota
en los límites de un congreso de partido o una sesión
parlamentaria”, observa un militante de aquellos años que sigue
acompañando a los Kirchner.
En 1975, esos experimentos estudiantiles habían perdido su carácter
deportivo. Kirchner conoció la muerte de cerca: sus amigos Roberto
“Tatú” Basile y la “Negrita” Mirta Aguilar, que eran novios, fueron
acribillados a balazos, al parecer por la Triple A. Después
desapareció otro íntimo de Néstor, Carlos Labollita, de Las Flores.
Pertenecían, como Kirchner, a esa red de estudiantes del interior
que, en La Plata, comenzaba a resultar carne de razia en las
pensiones.
El 9 de mayo de 1975, Cristina y Néstor se casaron por civil.
Festejaron en City Bell. Todo muy prosaico, sin fotos, a lo
Kirchner. No importaba vivir en una pensión. ¿Había llegado la hora
de liberarse, de una vez por todas, de la tensión de aquella casa?
Ofelia les consiguió un trabajo precario en AERI, su gremio.
Cristina y Néstor debían atender la mesa de entradas. Fotios
Cunturis, el secretario general del sindicato, recuerda que desde
esa posición los recién casados comenzaron a organizar una lista
opositora, aprovechando el contacto con los delegados del interior.
Cunturis casi se convierte en un precursor de Duhalde, pero
consiguió zafar de ese destino: todavía está al frente del sindicato
y acaba de ponerse a disposición de Daniel Scioli. Acaso planea,
tarde, su venganza.
El golpe militar del 24 de marzo de 1976 terminó por aterrorizar a
Cristina. El 3 de julio, Kirchner se graduó. Insistió en hacerlo:
“Quiero tener el título y hacer plata para gobernar mi provincia”.
Los que se empeñan en demostrar que su paso por la izquierda fue
tangencial, citan esa frase y constatan que pudo seguir asistiendo a
las aulas de una universidad del Estado cuando ya estaba intervenida
por los militares.
Cristina, sin embargo, vivía aterrada, y consiguió convencerlo para
vivir en Río Gallegos. El 26 de julio ella dejaba su ciudad natal.
Con la excusa de una guerra ideológica, la vida en La Plata se había
degradado a una básica animalidad. Partir era dejar atrás la
violencia, los procedimientos militares a toda hora, el fantasma
tangible de la muerte. La evidente conveniencia de apartarse tal vez
disimulaba y volvía más fácil y aceptable otra separación. Con la
fuga a la Patagonia se tendía un telón sobre aquella familia
incómoda, esa infancia silenciosa, aquellas discusiones enardecidas,
aquel entorno por momentos opresivo.
La política, con su viaje de emergencia, obligando a esa huida
indispensable, tal vez le puso un desenlace –sólo Cristina Kirchner
puede afirmarlo– a esa larga búsqueda de autonomía personal. En
Gallegos, con su adecuada lejanía, sería más fácil completar la
autoinvención que había emprendido muy temprano aquella chica de los
modestos bordes de Tolosa. Vaya a saber si Kirchner, distraído en
sus ensoñaciones de poder, no representó para esa biografía platense
la síntesis de una secreta, privada, redención. En vano querer
deslindar lo subjetivo de lo estatal, el hogar de la polis.
Santa Cruz podría haber sido un comienzo absoluto si no fuera por
esa noche en que Néstor fue brevemente detenido, junto al hijo de
una familia prominente, Rafael Flores Sureda. La provincia era
segura, estaba militarizada. Los jóvenes Kirchner eran recibidos por
un entorno familiar tradicional y ajeno a la política. Néstor
ejercería la abogacía para firmas comerciales. Cristina viajaría a
La Plata para dar en exámenes libres las tres materias que había
quedado pendientes para terminar su carrera de Derecho. Y se
convertiría en mamá. El 16 de febrero de 1977 nació Máximo, a quien
ella llama ahora “El Oso” y con quien disfruta de las discusiones
políticas.
Máximo también nació en La Plata. Cristina regresó a esa ciudad,
dolorosa por mil razones, cada vez que pasó algo crucial en su vida.
En el platense Teatro Argentino lanzó su postulación para el Senado
en 2005. En el mismo lugar oficializó la candidatura a la
presidencia, este año. Ni quienes la conocen mucho explican esa
recurrencia.
En Río Gallegos se constituyó una intimidad familiar inesperada para
esos militantes universitarios. Néstor comenzó a prosperar en su
estudio jurídico, después asociado a Domingo Ortiz de Zárate.
Cristina colaboraba. La pasaron mal cuando les plantaron una bomba,
un atentado sobre el que ella tiene ahora sospechas más precisas que
en aquel entonces. Lo demás fue, al parecer, dulce calma. De
aquellos años es testigo Rudi Ulloa, un humilde hijo de chilenos a
quien los Kirchner incorporaron como cadete, chofer, asistente
todoterreno. Desde entonces, junto con su hermana y su tía, Ulloa
está integrado a la familia. Ocupa un lugar político relevante.
Administra un diario, una radio y un canal de televisión en la
capital de Santa Cruz. Por lo visto, fue ahorrativo. No hay que
indagar mucho para detectar la línea editorial del multimedia: el
programa central de la cobertura política se llama, con sinceridad,
El ojo del amo. Parece un chiste. Ulloa, dócil con los Kirchner, es
el terror de los gobernadores santacruceños. En la escena porteña
forma dúo con Carlos Zannini.
Desde aquellos años, en torno de Cristina se fue formando una
especie de séquito al que ella trata de manera maternal o despótica,
según el humor del momento. Una figura indispensable es Cuca Bustos:
combinación de valet y ama de llaves, la acompaña a sol y a sombra.
Con rango de secretaria de Estado, Cuca se encarga de la ropa. En el
exterior ocupa el dormitorio contiguo, que siempre debe tener una
puerta intermedia. Con la misma dedicación asiste también a la
Presidenta el secretario Isidro Bounine, hijo de una antigua
empleada de la casa. No sólo se encarga del despacho y la agenda. En
Olivos, quienes revistan en la Casa Militar suelen verlo detrás de
la primera dama, en largas caminatas, con un bolsito que contiene
zapatillas por si ella decide correr o una toalla por si comienza a
transpirar. Como Cuca, Isidro es paciente y silencioso frente a las
frecuentes rabietas de su jefa. Ya están acostumbrados y las toman
con espíritu festivo, algo que todavía no aprendió el temeroso
Miguel Núñez, su vocero y acompañante permanente. Los cinco
custodios asignados por la Policía Federal completan la pequeña
corte de la señora de Kirchner.
Recuerdan los íntimos que, hacia fines de 1981, el matrimonio con
Kirchner se puso al borde de la ruptura. Fue cuando él decidió
comenzar a desentumecer su músculo político, junto con algunos
viejos amigos de la Patagonia. Todavía pesaba el régimen militar y a
él se le ocurrió inaugurar una agrupación, que más tarde se llamaría
El Ateneo y con la que saludó el desembarco en Malvinas.
Cuenta alguien que asistió a aquel regreso a la política: “Fue la
única vez que se pudo pensar en un divorcio. Cristina estaba furiosa
por el miedo. Amenazó con irse. Pero él la convenció. Se podría
decir que la doblegó. Fue difícil para ellos. Pero una vez que ella
aceptó la decisión se convirtió en más aguerrida que él para avanzar
hacia el gobierno. Tal vez fue el único camino para instalarse en la
atención de un tipo que, como Kirchner, se siente atraído por pocas
cosas distintas que el poder”. De nuevo el poder, lo público, el
Estado, sirvió de amalgama matrimonial. Esa pasión se transformó en
obsesiva, absorbente. También en Máximo tuvo consecuencias: comenzó
a vivir, más que nada, con la abuela paterna, María Ostoic. Distinto
sería con Florencia, la hija que nació el 6 de agosto de 1990 y a la
que se le dedicó el primer viaje familiar al exterior: fueron a
Orlando, a conocer el Walt Disney World, los cinco. Claro, también
viajó Rudi.
Cuando se reconstruyen los datos principales de aquel reencuentro
con la política se advierte que fue una operación fundacional en la
que quedaron fijados ciertos roles. El origen de Cristina se
convirtió en un activo. De muchos testimonios disponibles puede
inferirse la misma constatación. Para la escena siberiana de
Gallegos, esa joven y bella abogada que Néstor había conquistado en
La Plata era una rareza urbana, un dato casi exótico. El poder
tiene, en muchas provincias, rasgos arbitrarios y despóticos. No
hace falta leer a Montesquieu o a su discípulo Sarmiento para
verificar que esa peculiaridad se acentúa en el desierto. “Con el
poder es con lo único que no se jode. Lo tengo y lo uso”, repite a
menudo Kirchner, formado en el molde habitual del peronismo.
Cristina sería capaz de agregarle a ese estilo un tramo argumental,
discursivo, inusual en la estepa.
Sería desproporcionado decir que a la esposa de Kirchner se la
asimiló dentro del grupo como un factor civilizatorio. Pero es
verdad que cuando el kirchnerismo requirió mostrarse en una escena
más compleja que la santacruceña, recurrió a Cristina como su activo
más valioso. Fue así cuando, desde el gobierno de la provincia, se
la envió al Congreso de la Nación y se la expuso ante los medios.
Fue igual cuando, ya en el gobierno nacional, hubo que articular
explicaciones ante la audiencia desconocida, tal vez inhibitoria, de
la New York University, de Human Rights Watch o de la Casa Real de
España. La cursilería de folletín querrá ver en este movimiento el
fruto político de aquella íntima necesidad de aceptación de la chica
de Ringuelet. Querrá interpretar que estas facilidades casi
histriónicas de Cristina cubren algunas inseguridades del Kirchner
privado. Jamás un líder extranjero, ni José María Aznar cuando lo
solicitó, consiguió encerrarse con Kirchner a solas, sin la
presencia de su esposa.
Acaso esta asignación de papeles explique una de las razones por las
cuales, cuando Kirchner comenzó a percibir las tensiones de su
vínculo con la escena urbana, eligió a su esposa para recuperar la
sintonía. Tiene todo el rigor, desde esta perspectiva, que ella se
haya propuesto ejercer una especie de control de calidad “progre” en
el gobierno de su marido, como quedó demostrado cuando tomó las
riendas después del fracaso electoral de Misiones, en octubre de
2006: propuso la reducción de la Corte, expulsó a Luis D’Elía de la
administración, impulsó la causa AMIA para acusar a Irán y, de ese
modo, demostrar a los centros de poder que el vínculo con Hugo
Chávez no es más que financiero. Cristina está asociada, en el
imaginario convencional del grupo, a una familia de palabras en la
que figuran institucionalidad-ilustración-cultura-mundo
desarrollado. Alguien adecuado para que algún periodismo la designe
CFK, una Kennedy subliminal, o la Hillary latina, demócrata y
primermundista, como la catapultó la revista Time.
Para la colonia kirchnerista, encabezada por un líder que –lo
declara Cristina– odia leer, las evoluciones intelectuales de esta
dama se vuelven más apreciables. Del mismo modo, es proverbial su
impericia para el mundo del dinero. “Cuando nos casamos teníamos una
cuenta en común. Un día fui a buscar los ahorros y no había nada.
«Nena, se acabó. En adelante, esto lo manejo yo», le dije. Así fue
hasta ahora.” El que habla es Néstor. Describe una división del
trabajo que se proyecta sobre sus desempeños en el Estado. “Kirchner
siempre fue nuestro ministro de Economía”, le confesó Cristina hace
pocas semanas a Ségolène Royal. Los opositores encuentran en esta
especie de negación del mundo material un flanco doloroso. En el
Senado, el mendocino Ernesto Sáenz disfrutó haciéndole cambiar los
colores de la cara a la mujer del Presidente con preguntas sobre
Cristóbal López, Lázaro Báez o los Eskenazi, empresarios con
demasiada intimidad con el Gobierno. Complicidades demasiado
evidentes, pero que el matrimonio justifica en que “tenemos un
proyecto de poder que no se va a convertir en empleado de ningún
grupo económico”. Ella acepta, se pone un límite. Hasta puede
disimular en una investigación por lavado de dinero la aparición de
personajes vinculados con la administración santacruceña de su
marido, como ocurrió mientras era diputada. Esa división matrimonial
del trabajo permite a ambos fantasear con el control del cielo y de
la tierra. De todo, como en una fantasía hermafrodita.
Cristina abrió las puertas de Olivos a pensadores y escritores.
Algunos, como José Pablo Feinmann, ralearon sus visitas. Otros, como
Beatriz Sarlo o Tulio Halperín, salieron impresionados: Julio
Bárbaro los había invitado para ofrecer explicaciones, pero
recibieron de la dueña de casa una lección de humanidades. Como
aquella sobreviviente de Dachau –lo recuerda un acompañante– que
ofrecía su testimonio en el viejo campo de concentración y a la que
Cristina interrumpió para agregar su visión del Holocausto.
Simpático énfasis de una sabelotodo, capaz de declararse –casi a
ciegas– hegeliana, a la que censuran desde anónimos focus group, y
dejan pasar algunos intelectuales que siguen frecuentando la casa.
Como el chileno Eduardo “Lalo” Rojas, con quien clasifican las
variaciones teóricas de Habermas, Webber o Dewey.
Advierte uno de los dirigentes políticos que más conoce al
matrimonio Kirchner: “Usted cometería un error si escuchar lo que
dice Cristina como quien escucha a un experto. Ella suele mofarse de
los «especialistas en generalidades», pero es un poco eso. No es una
inteligencia cultivada por la academia, sino por la política.
Además, entre el poder y la razón o el poder y la Justicia, siempre
elegirá el poder”. Tal vez esté en lo cierto el infidente. Hay
legisladores que la recuerdan por un modo de debatir que identifica
la discusión de una idea con una contradicción emocional: “Yo
compartí la Comisión de Asuntos Constitucionales. Cuando
acordábamos, me llamaba por mi nombre de pila. Cuando disentíamos,
me pasaba al «usted, señor diputado»”.
La aspiración intelectual fue la plataforma desde la cual Cristina
se levantó contra el menemismo en la segunda mitad de los años 90.
En ese proceso, su figura se nacionalizó más que la de su esposo, el
gobernador. Los Kirchner convalidaron el Pacto de Olivos y la
reforma constitucional, y participaron en la Convención de Santa Fe,
donde ella brilló en la defensa del federalismo. Pero encontraron
una excusa inobjetable para distanciarse de Carlos Menem: la
oposición al acuerdo con Chile por los Hielos Continentales. A
partir de ese disenso, la distancia fue mayor. Cristina, solidaria,
recibió en su despacho al embajador de Perú mientras estallaba el
escándalo por la venta de armas a Ecuador.
Al mismo empeño disidente corresponde la oposición a la reforma del
Consejo de la Magistratura, con argumentos que en 2005 le
enrostrarían a ella cuando impulsó una nueva reglamentación: ahora
había que facilitarle la expansión hacia el Poder Judicial al
Presidente, que era su esposo. Tuvo un curioso asesor en la materia,
Jorge Yoma, su embajador en México, a quien en una ardiente
discusión senatorial de comienzos de 1994 había censurado por
“portación de apellido”. Esta peculiar relación entre ideas y poder
adquiere luz en la reflexión de otro íntimo: “La gran diferencia
entre Cristina y Kirchner es que el Flaco ejerce la arbitrariedad
sin argumentos. Te la muestra. Tenés que aceptarla porque es
producto del poder. Ella, en cambio, quiere justificarla con
argumentos. Por eso defiende las tropelías del Indec. Corre el
riesgo de resultar más irritante que Néstor”.
Sería incorrecto y también injusto reducir las argumentaciones de la
nueva Presidenta a pragmáticas coartadas del cinismo. Durante toda
la campaña electoral se observó el sincero esfuerzo por asociarla a
un ejercicio conceptual de la administración y a una dimensión
internacional del poder. Tal vez por eso, calificados colaboradores
afirman que resultó tan traumático para ella, para su empeño
político y también para su historia de vida, el rechazo de los
sectores medios urbanos que se verificó, como un silencioso
cacerolazo, el 28 de octubre pasado. El formato electoral del
kirchnerismo se volvió precafierista. Fue más entusiasta cuanto más
elevadas eran las necesidades básicas insatisfechas. Cristina
comenzará mañana a gobernar sobre una base electoral que tiene ese
perfil sociológico. El del peronismo clásico. El de los 50, el de
doña Ofelia, el que se practica en los suburbios de La Plata.
Por Carlos Pagni del Diario la Nacion
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La dieta de Cristina Kirchner
Zanahorias ralladas
Rúcula
Repollo colorado
Morrones rojos, amarillos y verdes
Apio
Tomate común y cherry
Tomates rellenos con atún al agua
Terrina de verduras
Verduras grilladas
Cebolla baby glaseadas
Portobellos y champignones grillados, salteados o rellenos
Espárragos al vapor
Espinaca procesada con salsa blanca
Milhojas de calabaza y zucchine
Tortilla de verduras
Pollo grillado jugoso (muslo)
Pescado grillado. Preferentemente rape (España)
Carne roja muy jugosa
Caldo de verdura filtrado y desgrasado
Sopa de verduras procesada
Frutas fileteadas
(menos bananas)
Agua mineral, sin gas, natural
Té o mate cocido
FOTOS DE CRISTINA KIRCHNER
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