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La historia más triste del mundo: se suicidan con el cadáver de su hijo

En Inglaterra, un matrimonio se arrojó al vacío con dos mochilas: una tenía ositos de peluche y un tractor de juguete y la otra, el cadáver de Samuel, su único hijo de cinco años. Un pacto suicida que tiene la respuesta de la desesperación ante la pregunta por la existencia. Vivir es tremendamente difícil. Y cada uno responde como puede al enigma que suponen los latidos

“Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”, dice Silvio Rodríguez en “La canción del elegido”. Y vaya si es así. A fin de cuentas, todos y cada uno de nosotros tenemos en la palma de la mano alguna dimensión de lo trágico, alguna pérdida casi innombrable. Todos, en algún momento, hemos visto a la muerte cara a cara y a todos nos ha dejado malheridos, sangrantes, vacíos y así será hasta que regrese y nos invite a tomar una copa de vino en el mostrador del bar más lejano.

[Cromangnon P1]

El mundo se ha vuelto un sitio tan incomprensible que no hay manera para procesar tragedias como la del avión de Air France o la de Cromagnon. Ni hablar entonces de genocidios lejanos o cercanos, ajenos o propios.

La respuesta ante estas fatalidades es el azoramiento, no mucho más. A veces, es tan grande el nivel de impacto que a uno le da lo mismo congelarse a treinta que a mil grados bajo cero.

El mundo, amigos, es un espectáculo imposible de presenciar: así lo diseñamos, al menos desde que las comunicaciones nos pusieron delante del hocico acontecimientos que antes no salían de las aldeas. El periodismo, en este sentido, es el oficio de la incomunicación por excelencia.

Tan grande es el mundo, tan incomprensible, que la única forma de abordarlo es encontrar una maravilla, un milagro o una tragedia que tenga un tamaño palpable a simple vista en su totalidad, un peso que podamos soportar con tremendo esfuerzo, una lectura que no supere una carilla A4. Vamos a un caso.

Los Puttick

Neil y Kazumi Puttick, junto a su hijo Samuel son los protagonistas de la historia más triste de todas las historias. Hace tres días, encontraron sus cadáveres al pie del acantilado de Beachy Head, en Sussex, Inglaterra.

El lugar es preferido históricamente por los suicidas del Reino Unido. Dicen quienes han estado allí que los ingleses, tan comedidos como siempre, han instalado en el sitio una cabina de teléfono que comunica directamente con la osc Samaritans, además apoyo espiritual y de vigiladores permanentes (tal vez por esto, a fin de no ser importunados, los Puttick llevaron el cadáver de Samuel, que llevaba un par de lentos y dolorosos días muerto, oculto en una mochila).

La tragedia, como siempre, comenzó antes: los médicos habían explicado a los padres que Samuel que no podrían salvar la vida del niño, víctima de meningitis. Y los padres eligieron llevarlo a casa para que pasara sus últimas horas. Tres años antes, un accidente automovilístico había dejado tetrapléjico al pequeño Sam.

El viernes a la noche, un médico certificó la muerte de Samuel y no habrá jamás palabras en el mundo que puedan definir el tormento por el que los Puttick transitaron hasta tomar la decisión de arrojarse al vacío, junto a los restos de Sam, el domingo por la tarde, por supuesto, ese fatídico día, esa enorme tarde.

La noticia ha causado tal conmoción en el mundo que hay se acaba de crear un sitio en Internet, en el que se concreta un memorial de los Puttick, con donaciones incluidas. Tan nuevo es el sitio que recién se han donado 700 libras esterlinas. Los diarios del mundo, en tanto, se han hecho eco de la tragedia de los Puttick. Aquí, algunas notas: Diario El Mundo, ADN, Dayli Mail y Times online.

En Internet, que todo lo puede, hay incluso varios videos en inglés de Sam Puttick. Uno de ellos dice esperanzador: “Sam usa su nueva máquina ‘caminadora’ para ayudarlo a pasear. Estando paralizado del cuello abajo, esto ayuda a ejercitar músculos de Sam que él no sería capaz de usar, manteniendo a Sam sano y fuerte hasta que una cura para la herida de médula espinal sea encontrada”.

Otro, lo muestra haciendo ejercicios en una bicicleta especial. Será el único que mostraremos. Es este y dura un minuto:

En los videos se nota largamente el amor de sus padres, sus esperanzas y algo más: el proceso de recuperación que Sam, con valentía, estaba encarando, hasta caer víctima de otro enemigo: la meningitis. Y dejemos algo en claro: su caso es universal porque niños como él están a la vuelta de cualquier esquina del mundo.

Ahora, los tres están muertos. El parte oficial ha de haber sido preciso: una pareja, ella japonesa, él inglés, se suicidaron, despeñándose en Beachy Head, Sussex, con juguetes y los despojos de su hijo en sendas mochilas. El hallazgo lo concretó un oficial de policía.

Doscientos kilómetros viajaron los tres (sí, los tres, pues algunas ausencias son tan tremendas como cualquier presencia) desde el hogar devastado hasta el acantilado. Han de haber sido los más largos y oscuros que jamás haya conocido la humanidad, porque las tragedias, son así: ni bien suceden, son como dioses avarientos que todo lo devoran, todo lo olvidan y a todos enceguecen.

El sentido de la tragedia

La tragedia griega no pudo tener otro origen que una fuerte vinculación con lo divino en sus dos manifestaciones más acabadas: la religión y el arte. La tragedia es el discurso de lo inexplicable.

La tragedia griega era básicamente, una obra de teatro en la que se relataba el destino aciago de un personaje ilustre, normalmente, un rey, una reina, un príncipe o una princesa. No obstante, esta muerte no era la única y había una razón: en todas ellas, alguien desobedecía a los dioses y desataba la cólera divina. Y los dioses son ciegos, vengativos y letales, como elefantes en bazar, erizos epilépticos o monos con ametralladoras.

[Fachada trágica P]
Más allá de que la tragedia era una herramienta funcional al poder de turno (porque mandaban a obedecer para no sucumbir), tenía también una especie de poder curativo: que muriera el protagonista (de “protos”: primero y “agonistés”: “actor”, “luchador” y también de “agonía”). Elijo pensar, entonces, que el protagonista es “el que muere primero”, el que cae en el escenario, en la representación, para que, a través de una sincera catarsis, el espectador después no caiga (no muera) en la vida.

Así, los crueles destinos de la bella Ifigenia o del célebre Edipo, de alguna manera, redimen, curan tanto dolor a disposición en la vida diaria. O quizás, al menos, lo alivian. O, quizás, lo explican. O, quizás, acompañan a los que quedamos del lado de arriba del acantilado.

Cierto es que la obra de arte se parece a la muerte: nunca concluye, sino que se va transformando, diciendo cosas nuevas, anticipándose, dando la misma eficaz sorpresa todo el tiempo. Aún así, amigos, hay algo que el arte logra: crear presencia en medio de tanta perpetua ausencia.

Cada día, en nuestro mundo, el sentido de lo trágico brota y saca boleto en un avión, una maniobra de automóvil, una bengala en un recital de rock o una caída libre de dos padres desdichados que eligen que su hijo muerto les muestre el camino quién sabe adónde.

La vida es bella bajo este otoño de oro, es cierto, pero la tristeza es infinita.

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