TURISMO EN
ESTEROS DE IBERA CORRIENTES
Crónica de un viaje a lo profundo
del gran pantanal correntino. Salidas embarcadas para observar la
extraordinaria fauna de los esteros, buceo por canales y arroyos, y
en días más templados de invierno, la aventura de la pesca del
dorado
Una camioneta 4x4 nos pasa a buscar
en la mañana por el hotel de la ciudad de Mercedes para internarnos
por caminos de tierra en uno de los rincones más apartados de los
Esteros del Iberá, en el sector sudoeste de la laguna. En la afueras
de la ciudad nos detenemos a la vera de la ruta 123 para visitar el
santuario mayor del Gauchito Gil, un submundo de puestos de chapa
donde se venden toda clase de objetos litúrgicos como estatuillas
del santo, cadavéricas imágenes de San La Muerte y velas rojas que
arden de a centenares en el lugar.
El camino de ripio flanqueado por
palmeras yatay, bosques de espinillos con el tronco retorcido y
solitarias casas de adobe, se interna en el monte correntino. A
medida que nos acercamos al humedal el paisaje se hace cada vez
más verde. Y en cierto momento nos rodea una llanura de pasto
como el césped de un campo de golf que se extiende a los cuatro
costados.
A la hora y media de viaje cruzamos
la tranquera del Iberá Lodge, un antiguo campo ganadero
reconvertido al turismo. Por eso se quitaron las vacas –para que
crezca el bosque autóctono otra vez– y ahora se practica la
pesca del dorado con estricta devolución al agua. Además se
hacen cabalgatas y navegaciones de observación de fauna por el
río Corriente y las lagunas Yacaré e Itatí, muy lejos del pueblo
de Colonia Pelegrini, que es adonde va la mayoría de los
viajeros. En este Lodge, en cambio, la sensación de aislamiento
es absoluta, se navega por un laberinto de canales encerrados
por papiros y cortaderas y se puede bucear en los esteros. Hay
apenas cuatro cabañas dobles y una casa con dos dormitorios con
estilo colonial correntino y un confort que asombra en un lugar
tan aislado, incluyendo un sauna con spa.
EN BUSCA DEL DORADO
A este lugar se viene, en primer
lugar, a pescar. Así que a la mañana siguiente de llegar
partimos casi al amanecer en busca de los brillos del
dorado, un pez aguerrido como pocos. En el embarcadero, ya
de entrada a los esteros, vimos dos enormes pájaros
carpinteros que ahuecaban el tronco seco de una palmera.
Zarpamos a toda velocidad en una lancha con motor fuera de
borda por un recto canal de 4 metros de ancho. A nuestro
paso brotaban desde el camuflaje vegetal las bandadas de
patos, garzas, chajaes, guabiyues, espátulas rosadas y
pajaritos federales, que remontaban vuelo espantadas a
derecha e izquierda, con un alboroto ensordecedor que
parecía anunciar la llegada de intrusos a su hábitat
natural.
En una curva muy cerrada del
laberinto de pajonales aminoramos la marcha y vimos a un
yacarecito zambullirse en las aguas para perderse viboreando
sobre la superficie del agua. Unos metros sobre nuestra
cabeza, una golondrina flotaba en el aire contra el viento,
con la mirada fija en las aguas: “debe haber visto una
tararira y está calculando la zambullida”, nos aclaró Hernán
Costaguta, nuestro experimentado guía de pesca.
Igual que la golondrina,
nosotros también comenzamos a calcular el tiro. Nos
dirigimos al cauce del río Corriente, donde apagamos el
motor y anclamos para sacar las cañas. Por debajo de la
lancha veíamos pasar como flechas unos haces de luz dorados.
Parecía que los dorados nos esperaban desafiantes, listos
para el enfrentamiento. Así que rápidamente lanzamos la
mosca especial para dorados, un anzuelo camuflado con plumas
que simulan una mojarrita.
EL COMBATE
No pasaron ni cinco minutos
y el primer tirón nos agarró desprevenidos. El guía fue
el primero en pescar así que devolvió el tirón agarrando
la línea con la mano libre para ensartar el filo entre
los dientes del pez. Hernán giraba la palanquita para
recoger línea, mientras el pez nadaba en distintas
direcciones. La primera indicación para el aprendiz es
mantener la tensión de la línea para no perder la
iniciativa. Pero si se tira muy fuerte, la cuerda se
corta. El pescador fue trayendo al dorado hasta el bote
doblegándolo por cansancio. Al principio nadaba a toda
velocidad tironeando con fuerza. Luego saltó fuera del
agua y quedó un instante suspendido en el aire como un
destello dorado, se retorció con todas sus fuerzas y
cayó torpemente de costado, salpicando. Aunque siguió
nadando un rato en círculos cortos, ya comenzaba a
cansarse. Podíamos verlo con nitidez, con su aleta de
oro cortando el río inmóvil. Pero cuando parecía sumiso,
lanzó un tremendo coletazo dejando en claro que estaba
dispuesto a seguir peleando. Sin embargo, ya no tenía
escapatoria. Con la cuerda muy corta, el pescador lo
acercó a la lancha.
El combativo salminus
maxillosus, el tigre del río, estaba en nuestras manos
con su fulgurante belleza y se lo trató con el respeto
que merece un adversario que presentó digna batalla.
Hernán le quitó el anzuelo cuidadosamente y, como todo
pescador de ley, le hablaba a su pez, lo acariciaba como
a un gato. Enseguida lo depositó lentamente en el agua y
lo soltó cuando el dorado aleteó suavemente. Una vez en
libertad, se perdió ondulando la cola hacia las
profundidades del río.
Pasado el mediodía
regresamos al casco del lodge a saborear las delicias
locales con toques gourmet que prepara la chef Carmen
Díaz, en cuyo menú figuran mbaipu de pollo, cordero a la
estaca y tagliatelis a las finas hierbas. Luego hubo
siesta correntina de la más pura cepa y por la tarde
salimos otra vez de pesca. Ibamos testeando los lugares
de pique, aprovechando los conocimientos de Hernán,
quien no sólo es experto en pesca en la zona, sino
también un buceador que conoce por debajo del agua cada
recoveco de este pantanoso laberinto. Hernán sabe, por
lo tanto, donde están los pozos donde suelen colocarse
los dorados a la espera de sus presas. La clave está en
identificar las correderas, donde el flujo de agua se
acelera. Estas suelen estar en las curvas del río, en
los encuentros de canales y en los pozos. Así los
dorados cazan sin esfuerzo, esperando con la boca
abierta los sorpresivos manjares que puede deparar la
corriente.
Los dorados son carnívoros y
comen mojarras, sábalos, palometas y hasta se comen
entre sí. Un pescador experto puede sacar entre 10 y 15
dorados en una jornada y a veces incluso más. Los
grandes pesan entre 7 y 8,5 kilos, aunque el promedio es
de 2,5 kilos. En un día especial pueden picar más de 30
dorados. Por lo general, quienes llegan solamente en son
de pesca permanecen en el lugar entre 4 y 5 días. Y una
de las ventajas es que no hay otros pescadores a la
vista, algo muy valorado por los fanáticos del fly-fishing.
BUCEANDO EN LOS
ESTEROS
Una de las formas de
observar la fauna oculta de los Esteros del Ibera es
buceando con guía por sus ríos y canales. No es
rigurosamente necesario usar tanques de oxígeno, ya
que alcanza con una simple equipo de snork (la
profundidad es de 5 metros). Por momentos se nada
entre una vegetación de algas cola de tigre. A
veces, al mirar desde el fondo hacia la superficie,
puede verse un carpincho nadando, y con mucha suerte
hasta una boa curiyú desplazándose en el agua como
si volara. Los temidos yacarés, en cambio, son
esquivos. Se los ve en la superficie, junto a la
costa, pero jamás se ha registrado un ataque a un
buceador. Al bucear la corriente es suave, así que
uno simplemente se deja llevar. En los canales más
angostos se suelen ver surubíes, bogas, armados,
sábalos y un pez color verde-azulado de nombre San
Antonio, que lleva las crías en la boca y tiene un
ojo falso en la cola que produce el efecto visual de
nadar para atrás.
El espectáculo mayor del
buceo en Iberá es toparse con un cardumen de diez
dorados al acecho en una corredera. Como las aguas
son transparentes, los peces brillan al máximo. Las
rayas suelen estar todas juntas en el fondo arenoso
del río. Algunas pesan hasta 10 kilos y miden 40 cm.
de ancho, y nunca hay que tocarlas. ya que en la
cola tienen un aguijón espinoso con un veneno muy
doloroso.
En el río Corriente, hay
cardúmenes de hasta 40 dorados que se cruzan como
flechas a toda velocidad. Y con suerte uno se puede
cruzar con un surubí de 40 kilos. La profundidad va
de 15 a 20 metros. En verano se bucea sin traje.
FAUNA AL POR
MAYOR
El tercer día
decidimos salir, exclusivamente, a observar y
fotografiar fauna. En este sector de la laguna
de Iberá los pajonales son más altos y por lo
tanto los avistajes requieren de más tiempo que
en Colonia Pelegrini. Pero de todas formas la
fauna aparece a cada rato y en cantidad. Entre
ellos el picabuey, un pajarito insolente que se
posa en el lomo de los carpinchos y les da
picotazos. Pero al carpincho no le importa en lo
más mínimo porque el picabuey le come las
garrapatas. El yacaré, por su parte, se pasa el
día aletargado –caza de noche– como una estatua,
pero si de casualidad le pasa una presa cerca le
lanza un zarpazo y se la traga en un instante.
El sigiloso ciervo, en cambio, no se mete con
nadie ni nadie lo molesta, salvo el ser humano
que muchas veces lo caza. Por eso el ciervo
mantiene siempre una distancia prudencial.
El chajá es un
pájaro alcahuete que anuncia con fuertes
trompeteos la presencia de algún extraño. El
colibrí rubí es un pajarito mágico, una joya
alada y fosforescente que aparece como un hada
madrina flotando en el mismo lugar por unos
segundos, luego vuela hacia atrás y desaparece
con tanta rapidez que parece que se
invisibilizara en un abrir y cerrar de ojos.
La jacana es una
pequeña ave zancuda idéntica en su forma al
jabirú, una especie de cigüeña blanqui-roji-negra
con pico largo que llega a medir hasta 1,4
metro, 15 veces más que la jacana. Pero la
jacana es un pájaro valiente, mientras el jabirú
–que se zampa de un picotazo los polluelos de la
jacana– es un pajarraco tosco, desgarbado y
cobarde. Cuando el jabirú acecha, la jacana
defiende sus polluelos haciéndole frente al
gigante. Su técnica de ataque consiste en
sobrevolar al jabirú dándole picotazos en la
cabeza y las patas. La batalla es desigual, pero
David vence a Goliat y el torpe jabirú se
retira, por lo general, humillado e impotente
contra el versátil e ingenioso jacana.
La corzuela –un
cérvido muy pequeño– es, en cambio, huidiza y se
va a los saltitos. El carpincho es pura dulzura
–roe que roe todo el santo día–, pero a no
idealizar, ya que a veces es capaz de los actos
de mayor crueldad como matar a sus crías si
tienen sarna (así no contagian a los demás).
Llegado cierto punto de la travesía, ya estamos
aburridos de ver tanta fauna: un carpincho se
convierte en una obviedad, los inofensivos
yacarés ya no hielan la sangre y el ensordecedor
parloteo de las aves nos aturde. Hemos vistos
miles de ejemplares de las más diversas especies
en apenas una tarde. Es hora de regresar al
casco.
Fuente: pagina12.com.ar
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