VACACIONES DE
INVIERNO EN CATAMARCA
Una provincia bella y diversa, con
una larga historia a sus espaldas, que atesora cordillera y verdes
quebradas. Reservorio mundial de pinturas rupestres, tradiciones,
leyendas, y la devoción a la Virgen Morena, son algunas de las
atracciones
Ya comienzan a revolear las pilchas en
Catamarca, como para chuschear los fríos. Su Fiesta Nacional del
Poncho bien sabe de tradición, pero sobre todo de la forma en que
debe vivirse una celebración musiquera, un festejo religioso o un
simple paseo por las verdes sierras de Ancasti. Esa intensidad, que
no es velocidad, es todo un sacudón al avispero del turismo
nacional, casi un “¡Ey!, aquí estamos, somos un gran destino
también”. El ambiente que genera su fiesta mayor es una condensación
de la energía que baja de las montañas, que emerge de un suelo
histórico y se palpa en cada expresión popular. Mientras tanto, el
paisaje circundante, con sus caminos de cornisa y permanentes
curvas, invita a internarse en las cuestas de las Sierras Pampeanas,
por un lado, y la muralla de piedra llamada Los Nades, por el otro.
Allí habitan volcanes, picos nevados, abismos que meten miedo,
salinas, lagunas y la cara curtida de las gentes de montaña. La Puna
(sí, también la Puna llega aquí) se devora kilómetros y kilómetros
de una planicie de altura, que acopla lo muy viejo a la modernidad,
como ocurre también en San Fernando del Valle de Catamarca.
La India
“Virgen morenita, Virgen milagrosa/Virgen Morenita, te elevo mi
cantar / Son todos en el valle devotos de tus ruegos / son todos
peregrinos, señora del lugar...”, reza el tema que se escucha tanto
en misas como en los escenarios donde canta la Sole Pastorutti.
Patrona Nacional del Turismo, la Virgen del Valle, La Morenita o la
Virgen India, como se la quiera llamar, convoca con su rostro moreno
a los visitantes, que se trasladan a siete kilómetros desde la
capital para trepar la sierra de Fariñango hasta su gruta.
Dicen aquí que esta “historia de fe” nació a los ojos regionales a
comienzos del siglo XVII, cuando don Manuel de Zalazar,
administrador español del actual Valle, escuchó que al este, en las
cercanías de Choya, un nicho de piedra en la montaña albergaba una
imagen honrada por los indios. Se llegó hasta allí y comprobó que
ahí había una Virgen y no una imagen pagana, pero no cualquier
Virgen: era morena. La leyenda dice que Zalazar ordenó llevarla,
pero para su asombro la imagen regresaba, siempre volvía a estar
allí. Aceptando aquel desafío misterioso, la Morenita triunfó
finalmente en su altar y, poco a poco, su grandeza corrió los valles
hasta hacerse más
popular.
La devoción catamarqueña muestra su máxima expresión tras la Pascua
y para el 8 de diciembre, cuando convoca a los creyentes a una
peregrinación hasta la Catedral Basílica Nuestra Señora del Valle,
donde la Virgen India tiene una imagen en un camarín de acceso
público. Construida entre 1859 y 1878 por el arquitecto Luis
Caravati –autor de los mejores edificios de la ciudad–, ha sido
declarada Monumento Nacional, y su iluminación nocturna es para
destacar. De paso resulta imperdible hacerse una escapada temática a
la iglesia de San Francisco, de 1905, que lleva en su atrio la
estatua de Fray Mamerto Esquiú, impulsor de la Constitución Nacional
de 1853. La Plaza del Aborigen, con la “Piedra que ata al sol”,
muestra la fuente central en honor a la Diosa del Agua, mientras el
museo Arqueológico Adán Quiroga –que conserva una amplia colección
de objetos aborígenes, con piezas de los períodos Temprano, Medio y
Tardío– es otra de las muestras de la cultura preexistente fusionada
con las posteriores enseñanzas coloniales y religiosas.
Aires capitales
Los cambios de aire definen muchas veces límites más creíbles que
los fijados políticamente. Generalmente, el visitante llega a
Catamarca desde el sur y por la RN 60, que hace las veces de eje a
los caminos que parten hacia el norte de la provincia y desembocan,
por ejemplo, en San Fernando del Valle de Catamarca. La plaza 25 de
Mayo suele ser un remanso veraniego por su frondosa y refrescante
arboleda, que permite gozar de las sombras proyectadas por los palos
borrachos, palmeras y tipas en torno a la estatua ecuestre del
general San Martín.
El centro de la ciudad no es grande ni ostentoso, y convive en paz
con edificios coloniales y modernos de distintas corrientes,
mientras se degustan los sabores de la chanfaina (vieja receta con
menuditos de cordero o chivito), el mote y la torta borracha. Cerca
se encuentra el mercado de artesanías, que exhibe orgulloso la
famosa fábrica de alfombras de origen siriolibanés. Apartado de su
valle hacia el oeste, donde la sierra comienza a elevarse, la laguna
Jumeal y el dique se transforman en un mirador panorámico del hoyón
donde se fue construyendo la ciudad. Tomando la RP 4 se llega a El
Rodeo, en plena sierra de Ambato, por un camino pavimentado que
atraviesa la Quebrada del Tala y permite acceder al Pueblo Perdido
de la Quebrada, un yacimiento arqueológico en proceso de
recuperación.
El Rodeo es una villa ubicada a la vera del río Tala, excusa
perfecta para la escapada desde la capital, con un microclima que ha
favorecido la construcción de casas de descanso y la proliferación
de propuestas de turismo aventura, incluyendo caminatas al Cristo
Redentor, salidas en bici y la pesca de truchas. Más adelante, la
hilera de pueblitos sigue con Las Juntas, desde donde se advierte la
presencia de antiquísimas terrazas de cultivo indígena. Le siguen
Los Varela, La Puerta y Las Pirquitas, con otro espejo de agua
embalsado. La alternativa es seguir la ruta serrana rumbo a
Andalgalá, pasando por Singuil. Desde aquí el trazo obliga a trepar
innumerables cuestas hasta la de Narváez, de máxima altura y vista
privilegiada a los Nevados del Aconquija.
En el cruce de la RP 48 hay que doblar hacia la izquierda para
llegar a Andalgalá, luego de descender por la Cuesta de Las Chilcas,
a casi 2000 msnm. De esto se trata: subir y bajar, todo el tiempo.
Tomando la RP 46 se llega a Belén, a través de su cuesta homónima.
Aquí está el Museo Cóndor Huasi, que atesora miles de piezas
arqueológicas que pertenecieron a los diaguitas, y a 15 kilómetros
se encuentra Londres, cuyos principales atractivos son las Iglesias
de la Inmaculada Concepción y de San Juan Bautista, de mediados del
siglo XVIII, y el Pucará de Shinkal.
El destino siguiente es Tinogasta, reino de bodegas de vinos
regionales. Aún más al norte aguarda Fiambalá, con un pueblo pequeño
que también se especializa en producción de vinos y tejidos
confeccionados en telar, pero con el rasgo distintivo de sus
bellísimas termas. Ubicadas a unos 15 kilómetros y a 2300 msnm, se
distinguen por su paisaje de quebradas, manantiales y rústicos
piletones que enfrían un poco el agua, surgida a 80ºC de
temperatura.
Al Portezuelo
Unos 20 kilómetros al nordeste de la ciudad comienza el camino que
comunica el valle con los departamentos de Ancasti, El Alto y la
provincia santiagueña, adonde suelen realizarse caminatas y
cabalgatas. La Cuesta del Portezuelo se destaca aquí, con un largo
camino que sube por la ladera de la montaña en forma zigzagueante,
bordeando la montaña a un lado, y profundos precipicios al otro. En
el trayecto hay pequeños balcones que hacen de miradores de su
cañadón fabuloso, repleto de flores de lapacho, palos borrachos y
asentamientos históricos; en el otro extremo, se divisa el valle de
Catamarca y la sierra de Ambato. El Alto, el dique Collagasta
(especial para pescar pejerreyes), Las Cañas y los Bañados de Ovanta
continúan la seguidilla de pueblos anclados en los verdes. La cuesta
culmina a unos 1200 metros de altura, frente al valle del río Paclín,
curso que lleva de regreso a Catamarca, entre las sierras de
Graciana y el Alto Ancasti.
Dentro del Departamento de Ancasti surgen también otros misterios,
como para no pasarlo por alto así nomás: reservorio mundial de
pinturas rupestres, hay allí importantes yacimientos arqueológicos,
reflejo de la Cultura de la Aguada. Esta zona tuvo importantes
asentamientos indígenas como La Tunita y La Candelaria, que hoy se
destacan entre los demás por la cantidad, calidad y tamaño de las
muestras artísticas que se mantienen intactas, y que son parte de un
circuito turístico del valle central por demás atractivo. Cerquita
está el Hotel de Montaña La Aguada, que no sólo recepciona
visitantes cómodamente, sino que también organiza trekkings y
cabalgatas para conocer ambos semilleros de historia. A La Tunita,
en particular, se llega tras recorrer un largo sendero de hojitas
doradas, que se abren camino en galerías, cuevas y aleros producto
de la erosión. En ese clima natural, resguardado y encontrado casi
por casualidad, sorprende la calidad de las pinturas ubicadas en
techos y paredes, con imágenes únicas como El Danzarín, algunas de
hasta un metro, que ubican al yacimiento entre los más destacados
del arte rupestre americano. Otro ejemplo de una tierra histórica,
llena de fe y probablemente, aún con sitios por descubrir en sus
valles.
Fuente: Página 12
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