La Argentina lleva 83 meses consecutivos con los
precios subiendo de a dos dígitos anuales (desde septiembre de 2005
hasta la actualidad) . Están por cumplirse siete años desde “la
primera vez”. Definitiva y contundentemente, no abatirla se ha
transformado en una decisión política por tercer mandato
consecutivo. Y esto ya debe ser tomado como un dato. Resulta casi un
hecho deseado bajo la doble concepción de que: i) ‘un poco de
inflación es bueno para lubricar la actividad‘ y ii) financiar al
fisco cobrando el impuesto inflacionario es menos traumático que
subiendo los impuestos formalmente o conteniendo el gasto público.
Queda claro que mientras a la economía se la
sostenga fogoneando el consumo “tirando plata a la calle” la
inflación no va a bajar. Y seguir financiando al sector público con
la “maquinita” de emitir moneda es a este altura exactamente eso. La
única preocupación oficial es que los precios no suban “demasiado” y
que el poder adquisitivo se desmorone lo mínimo posible. La propia
caída del tipo de cambio real es ignorada. Es una posición
equivocada desde todo punto de vista: a la larga, tolerar la
inflación genera costos económicos y sociales que ya están a la
vista aun cuando las subas de precios no sean virulentas para los
patrones tradicionales de Argentina. No es casualidad que la gran
mayoría de los países priorizan tener una tasa de inflación de un
dígito anual: no somos los únicos vivos del planeta que descubrimos
la pólvora.
Y al final, la política oficial de tolerar siete
años de inflación terminó influyendo sobre una de las decisiones más
delicadas de la sociedad argentina: cuántos pesos demandar y para
qué fines. Es cierto que la decisión sobre con qué moneda
transaccionar y en cuál ahorrar en la Argentina excede la actual
coyuntura, como también excede cualquier postura “cultural”. En los
80, la hiperinflación sepultó el peso para cualquier fin. En los 90,
la convertibilidad sentó las coordenadas para un régimen bimonetario
de “indiferencia” que terminó mal. En los 2000, el fracaso de la
bimonetariedad sumado a la moda internacional y local, reimpusieron
las bondades de la pesificación. Por un tiempo, justamente hasta la
aparición de dos dígitos inflacionarios y la “violación” de un
eventual índice de ajuste que la reconociera, el peso se consolidó
como moneda transaccional y se insinuaba como una posible
alternativa de ahorro. Los argentinos en términos macro no
desdolarizaban sus stocks pero por lo menos no dolarizaban sus
flujos. Las razones “culturales” de atesorar en dólares que hoy
esgrime el oficialismo y quiere desterrar autoritariamente, no
pesaban en ese entonces bajo su misma gestión.
Para que el peso sirviera como moneda transaccional
y además sea un instrumento de ahorro, era necesario hacer muy buena
letra monetaria, fiscal y cambiaria y también contar con una
organización económica confiable con instituciones previsibles. Esto
no sucedió. No contar con estabilidad de precios, no haber respetado
una unidad de ajuste contra la inflación y haberse implementado en
estos años una política económica que generó incertidumbre
permanente, ha sido atentatorio contra la recuperación del peso como
moneda de ahorro. La consecuencia inevitable fueron 52 meses
consecutivos de salida de capitales (o menor demanda de pesos, como
se lo quiera llamar) como reacción defensiva contra la incertidumbre
política y económica, que se exacerbó en 2011 hasta hacerse
insostenible.
El control de cambios del 31 de octubre del año
pasado fue la respuesta oficial al atesoramiento masivo en dólares.
Fue una consecuencia que a su vez causó un “mazazo” definitivo al
peso como reserva de valor. Es un punto de inflexión. Por supuesto
que la demanda potencial de dólares para atesoramiento está intacta
y prueba de ello es la brecha cambiaria (reminiscencia de otros
tiempos) que llegó para quedarse.
La prohibición de atesorar en dólares, el control de
importaciones, la pelea por la suba del mínimo no imponible de
Ganancias, el problema de las economías regionales, la caída de la
inversión, las necesidades financieras de las provincias, la
dificultad para cerrar paritarias, el estancamiento del empleo y las
suspensiones, el freno de la construcción, la caída de “argendólares”,
son repercusiones colaterales directas e indirectas de convivir
siete años con alta inflación. No es un colapso porque los
desbalances no son mayúsculos y porque la soja “le pone el pecho a
la macro” (aunque no a la “micro aceitunera”). Pero luce que es un
deterioro irreversible. Bajar la inflación hoy puede hacerse en
forma gradual, ordenada e integral, sin pagar tanto costo en
términos de nivel de actividad. No es tarea sencilla ni hay margen
para improvisar pero hay soluciones a tiro. Dejar que pase más
tiempo y probablemente que sea más alta será otra historia, más
complicada y costosa. El gran interrogante es quién le pone el
cascabel al gato.