Paladares extravagantes: los churros de roquefort sorprenden en la costa
Sorruhc. Sobre la marquesina, y en letras rojas, la palabra escrita al revés a propósito funciona como un imán para los estómagos veraniegos en cada atardecer, en los 30 kilómetros de arena y pinos que van de Pinamar hasta Villa Gesell; como si la inversión del camino natural de la palabra «churro» sirviera como un código subliminal que ataca directamente la enzima AMPK, alojada en el cerebro y encargada de controlar el apetito. PUBLICIDAD inRead invented by Teads Lo que hace la falsa palabra «sorruhc» en el cartel de una famosa casa churrera es convertir esa hambre en gula y esa gula en deseo incontrolable. Los churros son un clásico de la playa, pero este año hay una revolución masiva en el paladar que hasta pone en riesgo la compañía oficial del mate, más amable en el maridaje con lo dulce. Los clásicos e imbatibles rellenos de dulce de leche, o los bañados en chocolate, tienen una competencia que convence cada vez más a los amantes de lo salado: los de roquefort. «El otro día nos compramos una docena y la bajamos entre los dos, son tremendos», dice con la boca llena Diego, oriundo de Necochea, mientras su novia mete la mano en la bolsa de madera donde, humeantes, esperan la mordida otros cuatro churros rellenos del queso azul. Para el paladar debutante se trata de una experiencia extraña. El sabor salado de la masa frita se combina con la intensidad del lácteo de origen francés y descontrola los parámetros naturales de las papilas gustativas. Lo que llega al cerebro es información desconcertante, pero algo pasa que el cuerpo pide más. «Cada vez los compra más gente. No compiten con el dulce de leche, pero se están poniendo de moda», dice Jebús, un vendedor de la playa de Pinamar, oficio conocido como «canastero». Días atrás a Martina, una treintiañera de La Plata, una amiga le dijo que le iba a dar de probar este manjar extravagante. «Creí que me estaba tomando el pelo. Era como pensar que se le puede untar dulce de leche a un salame. Pero la verdad que son un flash», comenta la chica con los dedos brillantes por el roce de la grasa. El churro se hace con harina, agua hirviendo y un poquito de sal. Y luego se sumerge y se cocina en grasa caliente. Argentina heredó la costumbre de España. Se le atribuye el nombre a su parecido con los cuernos de la oveja churra, una raza originaria de las regiones de Castilla y León. Pero más atrás en el tiempo, se cree que a España fueron llevados por los árabes. Otras corrientes encuentran su origen en China, donde existe una masa de forma parecida llamada «youtiao». El churro de roquefort es netamente argentino. Pero no es un invento de esta temporada. La idea se le ocurrió a Hugo Navarro hace muchos años, fundador de la primera churrería de Villa Gesell, instalada hace 50 años en el centro de lo que entonces era una playita hippie y hoy es una ciudad. Todavía funciona en ese mismo local. Se trata de «El Topo», que luego extendió sus dominios comerciales a Necochea, Pinamar, Valeria del Mar y otros puntos costeros. «Mi abuelo siempre experimentó con sabores. Como la masa del churro es como la de la torta frita, salada, probó con roquefort y pegó bien», cuenta Emmanuel Sacco, heredero del templo de la fritanga, que desde hace pocos años también vende churros rellenos con crema de avellanas, cacao y leche, conocidos universalmente por la marca Nutella. Sacco ve ampliarse la adhesión al churro de roquefort pero aclara que el clásico de dulce de leche es imbatible. «Los más chicos quieren el de avellanas y los más grandes, los abuelos, suelen elegir los de crema pastelera», explica. La docena de churros de roquefort sale $ 160. Cincuenta pesos más que los de dulce de leche y 20 que los bañados en chocolate. Un cálculo estimado hace pensar que sólo en Pinamar se cocinan cada día cerca de 10.000 churros. «Los días lindos podemos llegar a vender 100 docenas cada canastero», detalla Jebús y de repente se queda en silencio, mete la mano en la canasta y se queja: «Me estoy cuidando, pero tanto que