Apareció de pronto. Irrumpió en la vida de todos. Raudo y agresivo: el virus.
Urgidos de tomar decisiones que nos pongan a salvo, nos encontramos prestos a guarecernos, eligiendo el “no poder elegir” y darle a la salud la máxima relevancia.
Nosotros, los nuestros, el prójimo somos un “todo” al que hay que concebir unificado, porque no habría posibilidad alguna de salir indemnes sin conciencia de responsabilidad individual y social.
El carácter extraordinario de este contexto trajo un sinfín de preguntas, emociones, y sentimientos encontrados entre sí. Lo impredecible, lo inconmensurable fue abrumador. Al mismo tiempo, la prolongación indefinida de la estadía, la hiperconvivencia entre algunos, la soledad rotunda para otros, la distancia física de seres queridos -entre otras cosas- fueron resistidas, dolidas, rechazadas, pero también asumidas como inexorables. Las medidas que nos protegieron no pudieron ser tomadas paulatinamente, fueron disruptivas pero imprescindibles.
Hasta acá, se presenta un escenario en el que tener o buscar una relación de ayuda profesional sería un devenir esperable, propicio incluso, oportuno.
Ahora bien, en el correr de estos días se habla de volver gradualmente –por zonas y resultados– a una vida “normalizada”, cercana a la que teníamos antes de que el virus apareciera en el mundo y que la cuarentena se instale como obligatoria; afuera de lo que, hasta ahora, es el “ámbito refugio”.
Hay personas que podrían estar pasando por momentos de temor y ansiedad frente a estas circunstancias; que estén encontrándose, recién, con la necesidad de ser ayudados, de tener el acompañamiento de un vínculo facilitador en el transcurrir de estos nuevos tiempos. Lo que podría ser complejo es considerar esta experiencia asumiendo la idea de que esas emociones no deberían presentarse; por el contrario, “lo normal” sería estar dispuesto y disponible para “salir” a la calle, volver a las actividades laborales, académicas y recreativas, finalmente a lo cotidiano ¿No estábamos esperando este momento?
¿Hay una única manera de vivenciar el hecho de que podríamos salir, pero que la amenaza sigue ahí? Entender lo que sucede, puede no ir de la mano de comprender lo que nos sucede frente a lo próximo a vivir. La sobreinformación, las creencias que se han establecido como nuevas verdades -atemorizantes para unos, imposibilitantes para otros– tienen un correlato interno que deviene en dudas y temores.
¿Y si lo obvio y “esperable” nos provocara angustia y miedo?, ¿podríamos resignificar nuestra sensación de seguridad sin considerarnos expuestos y vulnerables? De estas emociones que se presentan: ¿cuánto nos pertenece y cuánto se fue instalando a fuerza de repetición? ¿Aprendimos algo más que a lavarnos las manos e higienizar objetos? ¿Qué necesitamos para sentirnos mejor?
El Counseling dispone la mirada sobre las personas que valida cada experiencia sin juzgarla, habilitando un espacio posible porque ¿podemos hablar de esto? ¿Con quién, cuánto, cómo? Hay un proceso por el cual atravesar, el cual podría implicar la necesidad de cambios intra e interpersonales.
Habrá, en las primeras instancias, un nuevo “nosotros”; nuevas maneras de estar, de convivir, de coexistir. Palabras claves: cuidados, salud, distancia; serán parte del proceso hacia el despliegue potencial posible, que integre esta realidad que llegó para quedarse.
Ninguno de nosotros somos los mismos que éramos antes la covid-19, el mundo viró su rumbo y la historia pronto contará que, toda la humanidad, atravesó un tiempo de zozobra, de incertidumbre, de dolor y pérdidas irreparables; de conciencia de finitud, pero también de oportunidad. Oportunidad para usar la esperanza como potencia, la responsabilidad como recurso fortalecido y la propia experiencia como punto de partida hacia un desarrollo humanizador y solidario.
Clr. Analía Cordero Consultora Psicológica
Equipo de Difusión del Counseling de la Asociación Argentina de Counselors
Agente de prensa
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¿Qué pasa cuando la amenaza no solo está afuera sino en nuestro interior?
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