¿Todos sentimos lo mismo al morir?
Nadie sabe lo que se siente al morir. Es más: parece muy poco probable que nadie pueda llegar a relatarlo algún día, menos aún, que pueda hacerse una monitorización científica y objetivo de tamaño trance. Sabemos que el último adiós nos expondrá sin remedio a nuestras incongruencias y contradicciones, o al menos así lo deseamos. Porque, a pesar del miedo y la desesperanza que nos produce el final, en el fondo no hay nada que temamos más que despedirnos de esta vida sin ser conscientes del viaje sin retorno que vamos a emprender.
Por eso nos fascinan tantos las historias de aquellos que aseguran haber ido... y venido. Relatan sus experiencias de ida y vuelta, sus visiones post mortem y sus generalmente agradables, luminosas, e incluso placenteras relaciones con la mente en el puente que une el ser y el no ser. Para algunos, estas experiencias son una evidencia sobre la existencia de una vida de ultratumba. Para otros –la mayoría de los neurocientíficos– no son más que fenómenos alucinatorios provocados por el deterioro del cerebro moribundo, y su interés reside en que nos aportan datos estremecedores sobre el poder sugestivo de las neuronas. No son pocos los que relatan haber vivido esas experiencias cercanas a la muerte. Y sorprende que muchos lo hacen en similares términos.
A pesar de ello, la ciencia no termina de ponerle cara y ojos a esa sensación. No ha podido medir las emociones, las conexiones neuronales, los circuitos y humores en el mismo momento de la muerte o de la pre-muerte. Ha habido intentos de hacerlo, sí, pero la idea de que existe alguna sensación universal que nos prepara para el final no deja de ser un asunto de la ciencia ficción y de la literatura paranormal más que de los científicos. Hace unos años, un equipo de la Universidad de Maribor, en Eslovenia, trató de dar un paso más. Publicaban un estudio con 52 personas víctimas de un ataque al corazón. Once dijeron haber tenido experiencias de carácter místico en las postrimerías del deceso –visión de un túnel de luz, sensación de paz, la llamada de una voz «al otro lado»… Los expertos pretendían encontrar algún nexo entre todos ellas para establecer si existe una causa objetiva, una propensión concreta.
Pero las similitudes no aparecieron con facilidad. No hubo patrón aparente de sexo, creencia religiosa, edad, nivel cultural, temor a la muerte, sugestionabilidad… Nada, salvo un pequeño detalle: esos once individuos tenían una concentración inusualmente alta de CO2 en la sangre; también, pero en menor medida, de potasio. El CO2 es un factor utilizado, curiosamente, para evaluar las probabilidades de éxito de una maniobra de resucitación cardiopulmonar. La química, la vida, la muerte, la mente, el destino… están íntimamente unidos por unos puntos porcentuales de exceso de dióxido de carbono en el torrente sanguíneo. Puede que estas experiencias sean una manifestación exquisita de la psique humana que hay que abordar desde la neurología, la química y la psicología, y de la que se pueden extraer conclusiones mucho más apasionantes que del más vívido de los sueños. Quienes las viven las experimentan como reales, y sus vidas quedan transformadas para siempre. Son una puerta abierta a un mejor entendimiento de la naturaleza humana, de la mente, de la conciencia y del yo.
El tema ha vuelto a cobrar actualidad tras la publicación de un estudio en «Frontiers in Human Neuroscience», que pretende establecer la frecuencia estadística de estas experiencias y algunas características que se repiten en todos los casos. Se han recopilado las declaraciones de 154 personas que aseguran haber tenido esta experiencia. El relato de todas ellas parece seguir algunos patrones comunes. Como media, se asegura haber vivido cuatro sensaciones o fenómenos poco comunes en cada episodio. El más repetido es la sensación de paz (en un 80% de los casos), seguida de la visión de una luz brillante (69%), la visión de rostros de personas conocidas (64%) y lasensación salirse del propio cuerpo (5%). El orden de aparición también parece compartido. La mayor parte sienten primero que se salen de su cuerpo y, luego, el resto de fenómenos.
Es decir, parece que las experiencias cercanas a la muerte están activadas por algún suceso neurológico que provoca la alucinación de perder la posesión del propio cuerpo.
Si hay un patrón común de comportamiento en estos casos, que sólo podemos conocer por el relato de quienes dicen haber estado a punto de morir y recordar los que sintieron, ¿quiere decir que todos sentimos lo mismo al morir? Estas percepciones son cada vez más habituales en un entorno sanitario superespecializado en el que la mayoría de la gente, lejos de morir en casa, rodeada de familiares y sin medicar, recibe el envite final en el aséptico y frío entorno hospitalario, atiborrada de fármacos y, en demasiadas ocasiones, sola.
Paradójicamente, la extrema medicalización de la muerte puede que haya conducido a un aumento de las experiencias sobrenaturales, como si fuera una sutil señal de nuestra mente descontenta con el modo en que los humanos del siglo XXI nos precipitamos al oscuro callejón.
La tecnología nos ha provisto, además, de una nueva fuente de información. Hoy contamos con cada vez más gente que ha sido devuelta a la vida gracias a las técnicas de reanimación cardiopulmonar o a los sistemas de soporte vital utilizados en los hospitales. En 1982, una encuesta Gallup desveló que 1 de cada 7 estadounidenses adultos había estado a punto de morir, y que, de ellos, 1 de cada 20 había experimentado una sensación extraña y placentera en el trance.
Todo esto dota de gran interés al estudio de las experiencias cercanas a la muerte como puerta de conocimiento al funcionamiento de nuestro cerebro consciente, y nos descubre que podemos percibir como real algo que, a todas luces, es irreal. La percepción no es otra cosa que la conjunción de procesos neurofisiológicos por los que tomamos conciencia del mundo que nos rodea. Para ello entran en juego complicadísimos mecanismos, desde las bases sensoriales de la vista, el oído, el gusto… hasta las áreas cerebrales que se encargan de interpretar y dar sentido a la realidad observada. Cualquier alteración en alguna de dichas áreas puede provocar que el sujeto en cuestión perciba una realidad ficticia con el mismo patrón de respuesta física y neurológica que desarrollaría ante un escenario real. Y es aquí donde, de nuevo, la mente nos enfrenta a sus más estremecedores abismos. Más aún en el que puede que sea el momento más radical de nuestra vida: el último.
Fuente: http://www.larazon.es/sociedad/ciencia/sentimos-todos-lo-mismo-al-morir-JD15700911