Por Eduardo Van Der Kooy Clarín Los números, los gestos y las palabras radiografiaron anoche, con rigurosa fidelidad, la peor derrota electoral del Gobierno en una década. Una caída que podría emparentarse a una debacle si se enfocaran sólo dos aspectos: el arrasador paso de Sergio Massa, del Frente Renovador, en Buenos Aires y la ausencia de conducción y de mensaje que se advirtió en el kirchnerismo durante su noche aciaga. Aquellos números indican que 7 de cada 10 argentinos votaron ayer en contra de los candidatos del gobierno de Cristina Fernández. Las diferencias se estiraron respecto de las primarias, en todos los casos, en los cinco distritos principales. Los encuestadores deberán desde ahora desentrañar algunos fenómenos o realizar, quizá, ciertas correcciones. Cómo podrá compadecerse la buena imagen presidencial – algunos la colocan por encima del 45% desde su enfermedad– con el comportamiento electoral de sus candidatos clave en las legislativas. O existe algún rasgo sociológico muy subterráneo o Cristina manifiesta incapacidad para la articulación de la política. Los números se complementaron con los gestos en la escena de la derrota oficial. El búnker electoral del kirchnerismo resultó un calco de la desolación. Hubo gritos, llantos y recriminaciones. Juliana Di Tulio, la jefa del bloque de diputados del FPV, no la pasó nada bien. Héctor Timerman resultó increpado por militantes callejeros. Las palabras ensayadas para sortear el mal trance fueron un broche. La propia Di Tulio, el ministro de Defensa, Agustín Rossi y Ricardo Forster, de Carta Abierta, se aferraron al libreto de siempre. Explicaron que el FPV constituye aún la primera minoría en el país – una verdad formal– y que la composición del Congreso, a partir de diciembre, no variaría demasiado. Todos los parlantes dejaron idéntica impresión: hablaron por intuición, basados en la tradicional lógica K, aunque huérfanos de directivas precisas. No podría haberlas porque Cristina está convaleciente y en ese sistema de poder impera un vacío. Ninguno de ellos, sin embargo, fue más lejos que Mercedes Marcó del Pont. La titular del Banco Central se animó a hablar de seguir con la profundización del modelo y elogió la “estabilidad cambiaria”. Sonó a broma macabra en la noche negra. Esos dirigentes estarían remitiendo sus sueños, tal vez, al remoto 2009. Néstor y Cristina superaron aquella caída, también en las legislativas, por cuatro razones: la destreza y tenacidad del ex presidente; un 2010 con una economía ascendente; un peronismo que mantuvo disciplina; una oposición que se desmembró a poco de vencer. Ninguna de esas circunstancias pareciera poder repetirse ahora. Massa abrió, definitivamente, un surco en el peronismo. En especial, en Buenos Aires. Su victoria en el distrito electoral más importante resultó imponente, con más de 12 puntos de ventaja sobre su rival K, Martín Insaurralde. El intendente de Tigre perforó el interior provincial y también el conurbano hondo. Empezó a desmantelar el clásico tejido de los viejos intendentes. No sólo por la alianza que forjó con el Frente Renovador. La dimensión de su éxito debería explicarse también a partir de la defección de muchos barones, que jugaron a dos puntas en la jornada de ayer: varios que respaldaron a Insaurralde no vacilaron en distribuir en sus territorios la boleta que encabezó Massa. Se notó, sobre todo, en el oeste y en el sur. El tigrense quedó a tiro de llevarse La Matanza. El impacto de Massa tuvo registro nítido en el cortejo de la derrota que montó el kirchnerismo. El rostro demudado de Daniel Scioli, ladeado por un excitado Amado Boudou, dijo casi todo. El gobernador empieza a temer por el destino de su proyecto presidencial para el 2015. El Gobierno se vio impedido de exhibir algún rostro ganador de talla. Debió recurrir a una teleconferencia con Jorge Capitanich, cuya lista en Chaco obtuvo un holgado triunfo. Signo de carencias y debilidades.
Van Der Kooy: «Frente a la peor derrota K en una década»
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