Con base en una banda sonora que abreva en espectáculos icónicos de la revista europea y estadounidense y grabaciones en varios idiomas -incluidos algunos pasajes vernáculos-, con un elenco de varones y mujeres donde prima lo ambiguo y lo provocativo, emulado por el habitual vestuario espectacular del grupo y el modo de relojería con que es manipulado. Una de las características de estos espectáculos es que el público suele disfrutar de alguna bebida sobre pequeñas mesitas circulares, lo que lo acerca más al café-concert o un cabaret que al teatro, y que los pequeños escenarios prácticamente desnudos parecen ampliarse en función de los colores, los cuerpos y las plumas. Otra de sus características es poner énfasis en lo gay sin caer en lo vulgar, en ese humor de corte televisivo que antaño ponía a esas personas en un lugar de burla -ni siquiera hay una autoburla-: por su refinado sentido artístico lo gay encuentra en el grupo una explicitud que no ofende a nadie, ni al artista ni al público hétero. Con la actuación de Soares más Marcelo Iglesias, Gabriela Figueroa, Juan Salas, Viviana Fiorito, Mauricio Guzmán, Johanna Ferrau, Facundo Vivona, el show se sirve del recurso de la fonomímica, algo tan viejo como cuando a Alfredo Barbieri se le rayaba el disco en una película, pero que Caviar lleva al punto de lo perfecto. Sin la melancolía que habitualmente bordeaba los espectáculos del grupo en tiempos de Casanovas -su caracterización de Edith Piaf era emblemática-, el estreno del Maipo apunta a otras cosas, tal vez porque los tiempos cambiaron en forma ostensible y las diversidades ya no provocan conmoción. El transformismo se ganó su lugar en la escena porteña desde hace muchos años, pero Caviar se da el lujo de jugar con la confusión permanente, aun cuando los actores varones no utilicen rellenos para simular bustos y puedan bromear con su exagerada altura o la talla de sus zapatos. Como viene sucediendo, en el difícil arte de actuar sobre voces ajenas y grabadas, Soares y los suyos construyen verdaderos personajes en los breves esquicios, con ejemplos de gran hilaridad como el de ese aviso publicitario tan “vintage”, o el de la suerte de Leslie Caron o similar con manguera. En ese cuadro de relojería en el que el público se pregunta cómo los intérpretes cambian de atuendo y maquillaje -casi siempre muy recargado- hay números como el de “Todo vale” (Anything goes), con voces perfectas y difíciles de mimar al no poder emitir sonido, que hacen de esta clase de juegos una demostración artística mayor. Es por eso que el grupo se ha transformado con los años en ícono de la comunidad homosexual, por lo menos desde su espectáculo «Fénix», de 1984 -Casanovas había llegado a la Argentina cuatro años antes y realizado algunos borradores de lo que fue Caviar-, y su esencia nunca se perdió. El espectáculo que se ve hoy está, sin embargo, inaugurando una nueva etapa, porque Soares, su principal responsable, su factotum, su patrón, sabe que los tiempos han cambiado y que se puede mover con mayor libertad, que otros públicos se sumaron al disfrute y que lo que requiere es más que nada diversión de calidad. No hay chabacanería en el pequeño escenario, sino una fusión de géneros que le permite a través de brevísimos episodios pasar del goce coreográfico a segmentos de humor deschavetado.
Volvió Caviar, por primera vez sin Jean François Casanovas
Que opinas? Deja tu comentario